5 de octubre de 2024 4:11 pm
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OPINIÓN

Infancias robadas por el peso de la necesidad

... Porque un país que obliga a sus niños a elegir entre comer o soñar, es un país que ha perdido su alma. Y cuando una nación olvida el valor de sus niños, olvida también su propio futuro...

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Alejandro tiene solo 10 años. Su mochila, en lugar de libros, está cargada de herramientas. A las seis de la mañana ya está de pie, listo para trabajar en la esquina de su barrio vendiendo dulces. Mientras las y los niños de su edad sueñan con ser astronautas o doctores, él solo sueña con un día en el que no tenga que preocuparse por llevar comida a su mesa. Alejandro, como millones de niños en México, ha visto su infancia desvanecerse entre los dedos, atrapado en un ciclo que parece inquebrantable.

La informalidad laboral, ese vasto océano sin horizonte, sumerge al 54% de las y los trabajadores en México. Y en sus aguas más oscuras, sus víctimas más silenciosas son los niños. Cada día, millones de ellos se ven obligados a cargar con el peso de una adultez prematura, alejados de la infancia que merecen. Según la Encuesta Nacional de Trabajo Infantil del INEGI 2022, 3.7 millones de niñas, niños y adolescentes trabajan en México. Como un río furioso, el trabajo infantil no solo roba la esperanza de un futuro mejor, sino que, a su paso, ahoga sueños y prepara el terreno para una sociedad que parece condenada a la desigualdad. El juego se convierte en un lujo, la escuela en un anhelo distante.

El 51.8% de estos niños trabaja en condiciones peligrosas. Aunque resulta evidente que las y los niños no deberían trabajar, el hecho de que lo hagan bajo el marco de la informalidad lo hace aún peor. El sistema los obliga a navegar por un mar de incertidumbre y peligro, sin derechos, sin garantías, y sin una red de seguridad. Y cuando el futuro de un niño está marcado por la precariedad, las oportunidades se desvanecen antes de que siquiera las puedan tocar.

La informalidad es un callejón sin salida, un lugar donde las y los niños cargan con responsabilidades que no deberían conocer, donde cada día de trabajo es una batalla, y cada noche un respiro que no alivia. Sin educación, estos niños están destinados a repetir los pasos de sus padres y sus abuelos, condenados a los mismos trabajos mal remunerados. Es como si, desde el primer día que sus manos comienzan a trabajar, sus sueños comenzaran a desmoronarse, evaporándose en el aire.

Pero, ¿a quién culpar cuando es la necesidad la que obliga a trabajar? En un país donde las oportunidades son un espejismo, donde la pobreza se enreda en la piel como una segunda naturaleza,  el trabajo infantil se convierte en una posible y devastadora opción. Pero, ¿a qué costo? ¿Cuántas infancias más deben ser sacrificadas en el altar de la necesidad antes de que aceptemos que hemos fallado como sociedad?

Romantizar la informalidad laboral es un peligro. Aunque es admirable la resiliencia de estas familias, no podemos ignorar el verdadero problema: un gobierno que ha decidido cerrar los ojos y abandonar en el abismo a más de la mitad de su población, desprotegiendo a los más vulnerables.

Este ciclo, insaciable y voraz, no es natural ni inevitable. Es el resultado de políticas públicas insuficientes, de una sociedad que ha aprendido a ignorar lo que no quiere ver. Las y los niños, que deberían ser nuestro futuro, se pierden en las sombras de una tormenta que los consume, atrapados en una espiral de pobreza, invisibles ante nuestros ojos.

Cada niño y niña que trabaja es un sueño que se marchita antes de florecer. No podemos seguir permitiendo que este ciclo oscuro sea el destino inevitable de tantos. Como gobierno y sociedad debemos dejar de ser cómplices silenciosos de esta tragedia cotidiana. No se trata únicamente de compasión; se trata de justicia. Porque un país que obliga a sus niños a elegir entre comer o soñar, es un país que ha perdido su alma. Y cuando una nación olvida el valor de sus niños, olvida también su propio futuro.

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