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* En colaboración con Jaime Tbeili Palti
El pasado domingo, México vivió un episodio inédito: la elección popular de jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Presentado como un avance democrático que devolvería el poder al pueblo, el proceso ha dejado más sombras que luces. Con una participación que apenas superó el 13% del padrón electoral, es legítimo preguntarse si esta elección puede considerarse representativa o funcional.
La apatía ciudadana fue evidente. No es casual: la mayoría de la población no conocía a los candidatos, sus trayectorias, ni las implicaciones reales de su elección. A esto se suma la falta de campañas informativas claras, el diseño complejo de las boletas y la eliminación del conteo ciudadano de votos, lo que generó desconfianza y desinterés. En lugar de acercar a la ciudadanía al poder judicial, esta elección pareció alejarla aún más.
Los resultados preliminares no mejoran el panorama. Hugo Aguilar, abogado de origen mixteco y defensor de proyectos del gobierno federal como el Tren Maya, se perfila como el próximo presidente de la Corte. Aunque su origen representa un logro en términos de representación indígena, su cercanía con el poder Ejecutivo compromete la promesa de una justicia imparcial. La SCJN, más que nunca, corre el riesgo de convertirse en una extensión del poder político.
Aún más preocupante es que perfiles como Yasmín Esquivel y Lenia Batres continúen ganando terreno. La primera ha estado envuelta en un escándalo por plagio académico, y la segunda ha sido una figura cercana al oficialismo con posturas ideológicas marcadas. Que ambas lideren en preferencias refleja no tanto la voluntad popular como el éxito de un aparato político bien organizado en un proceso que casi nadie entendió ni siguió de cerca.
Este experimento ha dejado claro que elegir a jueces en las urnas no necesariamente fortalece la democracia ni la justicia. Cuando los cargos judiciales se disputan con lógica electoral, pierden su carácter técnico y autónomo. La justicia no puede depender de campañas, simpatías o mayorías momentáneas. Su función es ser un contrapeso, no un reflejo del gobierno en turno.
La elección popular de jueces no resolvió los problemas del poder judicial. Al contrario, los trasladó a un terreno aún más frágil: el de la legitimidad política. Si lo que se busca es una justicia cercana a la ciudadanía, se debe apostar por transparencia, rendición de cuentas y profesionalización, no por votaciones vacías de contenido. El remedio, como suele pasar, ha resultado peor que la enfermedad.