Según datos oficiales, México enfrenta un serio problema de salud pública, con un promedio de 162 defunciones por cada 100,000 habitantes. Esta cifra, que se encuentra entre las más altas de la región y la OCDE, es un reflejo de una serie de problemas sistémicos, incluyendo enfermedades crónicas no transmisibles como la diabetes y la hipertensión, que son responsables de la mayoría de las muertes en el país. La situación no solo es un problema de salud, sino una amenaza económica que merece una seria reflexión.
La elevada tasa de mortalidad tiene un impacto directo en la economía del país. Afecta negativamente a la productividad de la fuerza laboral y reduce la esperanza de vida, lo que se traduce en una pérdida significativa de capital humano. Las enfermedades crónicas, en particular, imponen una carga financiera masiva tanto para las familias como para el sistema de salud pública, que lucha por cubrir los costos de los tratamientos a largo plazo. La situación se agrava por el hecho de que muchas de estas muertes son prematuras, lo que priva a la economía de trabajadores productivos en el apogeo de sus carreras.
La inversión en la salud pública no es solo un gasto; es una inversión económica fundamental. Afrontar este desafío requiere de una estrategia integral, que vaya más allá de la atención médica para enfocarse en la prevención, la educación y la mejora de las condiciones sociales. De no abordarse con la seriedad que merece, la alta tasa de mortalidad continuará siendo un lastre para la economía mexicana.
