A mí me gusta definir el progreso económico como la capacidad para producir más y mejores bienes y servicios para un mayor número de personas. “Producir más” representa la dimensión cuantitativa del progreso; “producir mejores”, la cualitativa; y “para un mayor número de personas”, la dimensión social.
La primera pregunta que debemos hacernos es: ¿de qué depende esa capacidad para producir más y mejores bienes y servicios para un mayor número de gente?
La respuesta es clara: de las inversiones directas, aquellas que los empresarios realizan para producir bienes y servicios con los que satisfacemos nuestras necesidades, para crear empleos —pues para producir alguien tiene que trabajar— y para generar ingresos —pues a quien trabaja se le paga por hacerlo—. Empleos e ingresos que son dos condiciones fundamentales para el bienestar de las personas.
Pero hay otra pregunta aún más interesante: ¿de quién depende esa capacidad? La respuesta es: de los empresarios, nacionales y extranjeros, quienes llevan a cabo esas inversiones directas para producir bienes y servicios, crear empleos y generar ingresos. No exagero al decir que el empresario es el motor del progreso económico, o para expresarlo en términos filosóficos, la causa eficiente del progreso económico.
Y aquí viene la pregunta crucial: ¿están dadas en México las condiciones para que los empresarios, tanto nacionales como extranjeros, inviertan directamente lo más posible en el país? Desafortunadamente, la respuesta es no.
De entrada, deben cumplirse tres condiciones básicas para que los empresarios decidan invertir directamente en un país, es decir, para que se sientan realmente incentivados y motivados a hacerlo.
Primera condición: que no se les cobren impuestos injustos o distorsionantes.
Esto implica dos cosas: primero, que la compra de factores de producción —por ejemplo, la adquisición de maquinaria para hacer más productiva una empresa— no esté gravada con impuestos; y segundo, que las utilidades empresariales tampoco sean castigadas con una carga fiscal excesiva. Desafortunadamente, en México se cobran impuestos en ambos frentes: sobre la compra de factores productivos y sobre las utilidades, con lo cual esta primera condición no se cumple.
Segunda condición: que no se impongan regulaciones injustas.
Regulaciones que nada tienen que ver con el bienestar del consumidor y que solo sirven para aumentar el poder discrecional del burócrata sobre el empresario, abriendo la puerta a la corrupción. Porque, seamos francos, ¿cuál es la manera más eficaz de esquivar una regulación injusta? Pagar una mordida para que no se aplique.
A la hora de regular la actividad empresarial, deberían hacerse dos preguntas: ¿regular para qué? —y la respuesta es: para garantizar los derechos de los consumidores, nada más—; y ¿regular cómo? —de tal forma que el impacto de la regulación sobre los costos de producción sea mínimo—. Si no se hace así, el aumento en los costos terminará reflejándose en precios más altos que acabarán pagando los consumidores.
Tercera condición: que no exista la posibilidad de expropiación.
Y lamentablemente, en México esa posibilidad sí existe. El párrafo cuarto del artículo 28 constitucional establece que basta con que el Congreso de la Unión expida una ley —y que el Ejecutivo la promulgue— para que cualquier sector de la actividad económica sea declarado “estratégico”, lo que abre la puerta a su expropiación o, mejor dicho, gubernamentalización.
¿Por qué? Porque el artículo 25 de la Constitución señala que los sectores estratégicos mencionados en el artículo 28 deben estar en manos exclusivas del Estado.
¿Qué significa todo esto? Que en México ni remotamente están dadas las condiciones para que los empresarios decidan invertir más, mucho más, de lo que ya han invertido en las últimas décadas. Que ha habido inversión directa, sin duda. Pero si “pusiéramos la casa en orden”, las inversiones serían muchas más, con mayor producción de bienes y servicios, reducción en la escasez, más empleos y mayores ingresos, condiciones todas ellas para mejorar el bienestar de la población.
Lo preocupante es que al gobierno esto no parece interesarle en lo más mínimo. Ni siquiera se ha planteado la pregunta de si en México existen las condiciones necesarias y suficientes para convertirnos en una economía segura y confiable para la inversión directa, tanto nacional como extranjera.
Y lo peor es que no solo no se han hecho esa pregunta, sino que muchas de las decisiones tomadas en los últimos siete años —los seis del gobierno de López Obrador y el primero del de Claudia Sheinbaum— han ido exactamente en sentido contrario. En lugar de generar confianza, han multiplicado la desconfianza entre los empresarios para invertir directamente en el país.
Y esto es muy preocupante, porque limita las posibilidades de crecimiento económico, de mayor producción de bienes y servicios, de más empleos y de mejores ingresos. En resumen, limita las posibilidades de que los mexicanos logren, gracias a su trabajo, un mayor nivel de bienestar.









