6 de noviembre de 2025
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OPINIÓN

El costo del miedo: cuando la inseguridad factura más que la deuda

La inseguridad cuesta más que la deuda pública: frena inversión, empleo y crecimiento, mientras el gobierno responde con victimismo, excusas y abrazos.

Coyuntura económica y algo más

En un país sin ley, la única inversión segura es la del miedo

Macraf

ESi hay algo que la moradora de Palacio aprendió bien de su guía espiritual de Palenque, es el arte de culpar al pasado por los fracasos del presente. La diferencia es que mientras el tabasqueño lo hacía con teatralidad, ella lo hace con tono de víctima. Y así, mientras los homicidios se acumulan y la violencia se extiende, el discurso oficial insiste en que todo va bien, que los números mejoran y que el país avanza. Pero los datos —esos tercos indicadores que no entienden de propaganda— dicen otra cosa.

La Encuesta Nacional de Seguridad Urbana del INEGI revela que 66.8% de los mexicanos considera insegura su ciudad, una cifra que aumentó respecto al trimestre anterior. En el caso de las mujeres, la percepción sube al 72%, mientras que entre los hombres ronda el 60%. En otras palabras, dos de cada tres personas viven con miedo de salir a la calle, de usar el transporte público o de simplemente sacar dinero de un cajero. Y con razón: los lugares más temidos son los mismos que deberían ser los más cotidianos —cajeros, transporte, mercados, calles—, espacios donde la presencia del Estado es cada vez más invisible.

Pero no se trata solo de percepción: la inseguridad tiene un costo económico real y creciente. El PIB oportuno al tercer trimestre de 2025 muestra una caída de 0.3% trimestral y 0.3% anual, con desplomes más marcados en la industria y la manufactura, justamente los sectores más afectados por extorsiones, robos de carga y amenazas del crimen organizado. En total, las actividades secundarias cayeron 1.5%, mientras los servicios apenas avanzaron 0.1%. Regiones completas del país están frenadas, entre otras cosas, por miedo.

Y es que la violencia ya no solo mata personas; también mata la inversión, el empleo y la productividad. El Indicador Global de Confianza Empresarial se ubicó en 48.6 puntos, por debajo del umbral de los cincuenta que marcan el optimismo económico. El componente de “momento adecuado para invertir” cayó hasta 36.9 puntos, su peor nivel en más de una década. Los empresarios lo dicen claro: sin seguridad, no hay inversión posible. La seguridad pública es uno de los componentes clave sin el cual no hay inversión posible.

Mientras tanto, desde Palacio Nacional la respuesta sigue siendo la misma: victimizarse, culpar al pasado y presumir abrazos en lugar de estrategias. En su discurso más reciente, la presidenta habló de su compromiso con la paz, pero omitió mencionar los más de 20 mil homicidios dolosos que se han registrado en lo que va de su gestión. Dijo que la violencia “es un legado que aún duele”, pero evitó explicar por qué su gobierno ha reducido presupuestos para seguridad, por qué la Guardia Nacional gasta más en sueldos administrativos que en operativos, o por qué los estados siguen rogando recursos para equipamiento policial.

La economía, como la gente, no prospera en medio del miedo. Cada robo, cada extorsión, cada secuestro genera una reacción en cadena: menos consumo, menos inversión, menos empleo y más pobreza. En los hechos, la inseguridad se ha convertido en el nuevo impuesto nacional: uno que no se paga al SAT, sino a la delincuencia.

Y aun así, la narrativa oficial insiste en que todo está bajo control. El discurso de la moradora de Palacio se llena de palabras bonitas —“paz duradera”, “seguridad con justicia”, “transformación humanista”—, pero en los barrios y carreteras el mensaje es otro: la violencia es ya parte del paisaje.

El verdadero costo de esta crisis no se mide en cifras rojas, sino en el miedo cotidiano. En los negocios que cierran temprano, en las mujeres que ya no salen de noche, en los transportistas que prefieren rutas más largas para evitar emboscadas. La inseguridad es hoy el principal factor que erosiona el crecimiento y el desarrollo, pero también el que más se niega desde el poder.

Y mientras la presidenta busca consuelo en culpar al pasado, la economía mexicana sigue pagando la factura del presente: menos PIB, menos confianza, menos futuro. Porque en este país, la paz no se decreta, se construye. Y lo que este gobierno construye, tristemente, son pretextos.

Así, así los tiempos estelares del segundo piso, de la transformación de cuarta.

✒️ El apunte incómodo | Víctimas del poder

Tras el asesinato del alcalde de Uruapan, Michoacán, y de al menos seis presidentes municipales más en los últimos meses, la moradora de Palacio volvió a hacer lo que mejor sabe: victimizarse.

No habló de estrategias, ni de responsabilidades, ni de resultados. No. Habló de ataques, de complots y de una oposición “cruel” que —según ella— se aprovecha del dolor para golpear políticamente a la transformación.

Y claro, su séquito de babeantes defensores salió en coro a repetir el libreto de siempre: “la culpa es de Calderón.”

Porque en la T de cuarta, no importa cuántos años pasen ni cuántas vidas se pierdan: siempre hay un villano útil que justifica el desastre.

Lo que nadie menciona es que la raíz de esta tragedia no está en el pasado remoto, sino en el inmediato.

En el sexenio del ídolo de barro macuspano, aquel que decidió abrazar a los delincuentes en lugar de combatirlos, y que hizo de la indulgencia criminal una política de Estado. Esa complacencia dejó al país sumido en un espiral de impunidad que hoy cobra vidas y territorios en cada municipio, en cada carretera y en cada familia que vive con miedo.

Pero al tabasqueño, curiosamente, nadie lo toca.

A él se le cuida, se le reverencia, se le perdona todo. Porque saben que señalarlo es reconocer que el origen de la catástrofe actual no está en los gobiernos de antes, sino en el sexenio que ellos mismos idolatran.

Más de 200 mil muertes pesan sobre esa conciencia, aunque en Palacio prefieran llamarlo “herencia del neoliberalismo.”

La realidad es que ese fue el sexenio en que la delincuencia se institucionalizó y el Estado renunció a imponer la ley.

Hoy, cuando alcaldes caen asesinados y las comunidades viven sitiadas, la respuesta del gobierno es una mezcla de discurso victimista y cinismo político.

No asumen el fracaso: lo administran. Y mientras tanto, el país sigue desangrándose, víctima de un gobierno que se siente perseguido… pero que nunca ha sabido perseguir a nadie.

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