OPINIÓN

México y Perú rompen relaciones

La ruptura diplomática entre México y Perú revela tensiones ideológicas, visiones opuestas del Estado y riesgos reales para la cooperación regional en América Latina.

Recientemente,  el servicio exterior peruano decidió romper relaciones con la delegación mexicana debido al asilo otorgado por parte de nuestro país a la ex-primera ministra peruana Betssy Chávez un hecho que el país sudamericano consideró como una injerencia en los asuntos internos, pero México lo consideró como algo allegado al derecho internacional.

Con esto visto, en este espacio profundizaremos desde los antecedentes hasta los hechos más recientes que terminaron por romper unas relaciones diplomáticas que empezaron hace 200 años, en 1823 para así concluir sobre sus principales razones del rompimiento en las relaciones diplomáticas y que puede ocurrir en el futuro.

No se le puede considerar como un accidente o un malentendido, más bien es el desenlace más reciente de una escalada de tensiones ideológicas, políticas y diplomáticas. Tras doscientos años de historia compartida y diálogo institucional quebró por la decisión de Perú de romper las relaciones diplomáticas; siendo así un momento destacado debido a su carga simbólica e impacto estratégico para América Latina.

Podemos reflexionar en primera instancia que el conflicto es un claro ejemplo de cómo las identidades políticas y narrativas a lo largo de la historia moldean la diplomacia. En el caso de México al otorgar el asilo a Betssy Chávez -ex primera ministra de Pedro Castillo- respondió a una tradición diplomática de protección política, ya lo había hecho anteriormente con Evo Morales (Bolivia) y Jorge Glas (Ecuador). Este gesto hecho por nuestro país es visto como un cumplimiento de obligaciones humanitarias y de derecho internacional, porque tanto Chávez como Castillo no son simplemente exfuncionarios en juicio, para los líderes mexicanos representan también una causa más amplia que está ligada -según su ideología- a la persecución política.

Desde la perspectiva peruana esta acción es percibida como un apoyo a actores controvertidos, además de una intervención en los asuntos internos, de acuerdo a la cancillería de Perú, México violó el principio de no intervención -que es uno de los principios de la política exterior latinoamericana-; la declaración de la presidenta Claudia Sheinbaum como persona non grata por parte del Congreso peruano termina por confirmar que el conflicto ya no es diplomático sino político e institucional.

Desde un análisis de relaciones internacionales, podemos ver esta ruptura como un choque entre dos visiones del Estado latinoamericano: una más universalista y comunitaria (México) y otra más soberanista y formal (Perú). México reivindica su rol como refugio político, apelando a una tradición latinoamericana que pone la dignidad individual y la solidaridad ideológica por encima de los límites territoriales. En contraste, el gobierno peruano recurre a una defensa estricta del Estado-nación, la soberanía y los procedimientos judiciales internos.

Además, esta crisis pone en evidencia los riesgos de politizar la diplomacia internacional. Las relaciones bilaterales ya habían comenzado a deteriorarse desde diciembre de 2022. México otorgó asilo a familiares de Pedro Castillo tras su encarcelamiento, y se mantuvo una retórica crítica hacia las autoridades peruanas incluso antes del actual episodio. Pero la diplomacia —si no está mediada por mecanismos institucionales sólidos— puede derivar fácilmente en un juego de señales públicas, gestos simbólicos y decisiones unilaterales extremas, como la ruptura total.

Otro aspecto relevante: la ruptura tiene también un impacto práctico, no sólo simbólico. Se señala que el visado entre ambos países ya era un tema de fricción, y recientemente los peruanos empezaron a necesitar visa para entrar a México.  Romper relaciones diplomáticas podría complicar aún más la cooperación consular, el comercio e incluso la seguridad regional. En un mundo globalizado, los estados latinoamericanos no pueden darse el lujo de disolver redes diplomáticas sin pagar un costo real, sobre todo cuando sus economías están entrelazadas y forman parte de alianzas como la Alianza del Pacífico.

Desde una perspectiva estratégica, la ruptura podría debilitar no solo los lazos bilaterales sino también las iniciativas multilaterales. Si dos países con historia y peso en la región se alejan, el proyecto de integración latinoamericana se resiente. La decisión de Perú es un llamado de atención: la solidaridad ideológica no basta si no se construye sobre instituciones resistentes, diálogo y respeto mutuo.

Por último, cabe preguntarse cómo puede restaurarse la relación. No basta con que una nueva administración asuma en Perú  se necesita un replanteamiento diplomático, un reinicio institucional. México podría revisar sus condiciones de otorgamiento de asilo, reforzar canales discretos de reflexión bilateral y reactivar compromisos multilaterales que trascienden lo simbólico. Perú, por su parte, debería considerar que levantar muros diplomáticos es una arma de doble filo: proteger su soberanía es legítimo, pero cerrar puertas puede aislarlo cuando más necesita aliados.

En conclusión, esta ruptura entre Perú y México es más que un conflicto bilateral: es un síntoma de la tensión persistente entre ideales en América Latina. Es un recordatorio de que la diplomacia, para ser efectiva, no puede depender únicamente de gestos ideológicos; requiere institucionalidad, respeto por las reglas y una visión compartida del futuro regional. Si ambos países quieren retomar su comunión histórica, tendrán que reconstruir no sólo su relación, sino también el sentido de comunidad latinoamericana.

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