Un reciente informe nacional advierte que la creciente inseguridad en México no es solo un problema de orden público, sino un freno estructural al desarrollo social y económico. Expertos coinciden en que el clima de violencia y el temor ciudadano inhiben inversiones, empleo formal y las oportunidades de bienestar.
Según datos recientes de la INEGI, la percepción de inseguridad continúa siendo elevada: en la primera mitad de 2025, 63.2 % de la población urbana consideró que vivir en su localidad era inseguro. Esta sensación de vulnerabilidad afecta de forma desproporcionada a mujeres, quienes reportan mayores niveles de miedo al desamparo.
El impacto trasciende lo cotidiano. En entidades que habían mostrado avances en calidad de vida, como la atendida por el Índice de Progreso Social, los recientes aumentos en violencia han detenido o revertido esos avances. Para las empresas, la inseguridad ya representa entre 2 % y 10 % adicional de sus costos operativos, un factor que erosiona su competitividad y desalienta nuevas inversiones.
El fenómeno también erosiona la cohesión social: el miedo condiciona la movilidad, el uso del transporte público y la participación comunitaria; limita el acceso a educación, salud y redes de apoyo, y refuerza desigualdades estructurales en zonas vulnerables.
Ante esto, revisitar las estrategias de seguridad pública —no solo con policía, sino con prevención social, políticas de inclusión, desarrollo económico regional y participación ciudadana— deja de ser una urgencia, para convertirse en el eje central del desarrollo nacional.



