Rodrigo Saval Pasquel

En los últimos meses, varios políticos y ciudadanos han realizado importantes campañas de comunicación exigiendo la libre portación de armas como respuesta a una deleznable estrategia de seguridad por parte del gobierno federal, y a un inexorable aumento de violencia a lo largo del territorio nacional. Situación que parece no tener fin.
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ya otorga a sus habitantes el derecho a poseer armas en sus domicilios, y en los casos que aclare la ley federal, la opción de portarlas. Si bien ya existe legislación sobre el tema, la portación sigue estando sujeta a diversos controles y por lo mismo no es sencillo obtener permisos para transitar armado, por lo que las demandas de estos colectivos consisten en que se eliminen las trabas para permitir que todas y todos los ciudadanos puedan pertrecharse y así poder actuar en defensa propia.
De alguna u otra forma, entiendo la frustración de estas personas. Las y los mexicanos vivimos en un constante estado de alerta como consecuencia de un inexistente Estado de Derecho, situación que nos priva del acceso a la justicia y la seguridad. Tan es así, que en varios lugares de México produce más temor el que por la noche te comience a seguir una patrulla, a que te siga una persona desconocida.
Habiendo concedido lo anterior, me genera conflicto escuchar falsas premisas afirmando que la libre portación de armas sería un vehículo exitoso hacia un país más seguro, justo, e irónicamente, menos violento. Quizás en este caso en específico, ceder a las demandas de los colectivos sería el equivalente a combatir fuego con gasolina.
Para justificar mí argumento, quiero hacer mención de dos hechos suscitados en nuestro país en diferentes momentos, ya que aunque el caso estadounidense nos afecta directamente y puede ser un gran ejemplo sobre por qué no se debe de permitir la libre portación, el mismo se desarrolla en contextos y espacios diferentes.
El primero es la balacera en el restaurante “El Jamil” en 2018, en el que para frustrar un intento de asalto a los clientes del local, un comensal abrió fuego contra los criminales e irónicamente hirió a una mujer que comía en el lugar. Los delincuentes huyeron ilesos. El segundo, es el tiroteo del Colegio Americano en Monterrey en 2017, en el que un estudiante de 15 años de edad tomó la pistola de su papá y en un acto de venganza disparó contra su maestra y varios compañeros para después suicidarse.
En el primer evento se demuestra que el uso de un arma de fuego en público sin adiestramiento puede generar víctimas colaterales que deriven en consecuencias fatales, mientras que el segundo confirma que el fácil acceso a armas de fuego puede distorsionar el sentido de justicia y facilitar la violencia en contra de inocentes. En ambos casos, se debe de tomar en cuenta que las armas no fueron obtenidas de forma ilegal, es decir, se dieron en condiciones ya reguladas por el derecho mexicano, lo que supondría que con base en lo anterior, algunos de los obstáculos legales a la portación existen por razones debidamente fundamentadas.
Aunado a lo anterior, es posible asegurar sin temor a equivocarse que México sigue siendo un país terriblemente machista, y si entendemos al machismo como la autoafirmación de la masculinidad a través de la fuerza bruta, la violencia y la capacidad para responder violentamente a la agresión del otro, entre otras actitudes[1], suena paradójico confirmar que la libre portación es la vía lógica hacia una disminución de la violencia.
No obstante, desde ambos bandos se puede coincidir en algo: las estrategias para disminuir la violencia, mejorar la seguridad y asegurar el acceso a la justicia de las y los habitantes de este país no han sido suficientes y es urgente que las autoridades rectifiquen.
[1] Cfr. Lugo, Carmen. (1985). Machismo y violencia. Nueva Sociedad, Julio – Agosto, 78, 40-47.