Cuando hablamos de escritoras mexicanas siempre recordamos a Rosario Castellanos, Elena Garro o Laura Esquivel, pero a muchos se les olvida que Josefina Vicens (1911-1988) es considerada como la Juan Rulfo femenina por su genio y prosa. De padre español y de madre tabasqueña, nació en Villahermosa, siendo la segunda hija de cinco hermanas. Su amor por las letras provino de su abuelo materno, Constantino Maldonado, que fue un autor publicado. Seis años después de nacer, la familia Vicens se mudó a la Ciudad de México para tener mejores oportunidades económicas.
Josefina Vicens no tuvo una vida académica como otros escritores de la época; estudió la primaria e hizo una carrera comercial. Consiguió su primer trabajo antes de los quince años como secretaria en las oficinas de Transportes México-Puebla, puesto que le abrió las puertas para diversos cargos públicos como ser secretaria del director del Hospital General La Castañeda, secretaria de León García en la Cámara de Senadores y secretaria taquimecanógrafa del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC). En éste último descubrió el cine y el guionismo, y entre 1970 y 1976, se convirtió en presidente de la Comisión de Premiación de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas y fungió también como vicepresidente de la Sociedad Nacional de Escritores de México de 1987 a 1988.
Con tezón y determinación, siempre quiso ser una mujer independiente. Sus escasos estudios no la mermaron intelectualmente gracias a su gran curiosidad y a su voluntad autodidacta para aprender de libros y de sus experiencias. Su interés por la escritura comezó a florecer desde joven. En un mundo laboral como el periodístico en el que sólo se admitían hombres, Josefina Vicens tuvo que firmar con varios seudónimos masculinos sus trabajos escritos. Cuando hacía crónica taurina en la revista Sol y Sombra era Pepe Faroles; cuando escribía de política era Diógenes García; cuando escribía de cine, sus tres personalidades coincidían como autores en una misma publicación.
A partir de 1950, cuando el Distrito Federal era considerado el centro de la modernidad del país y era un punto de reunión para intelectuales y artistas, Vicens se decantó por escribir dos novelas. Una de ellas es El libro vacío. Publicada en 1958, ésta es una novela que profundiza sobre la imposibilidad de escribir y sobre el impedimento para dejar de hacerlo. Su protagonista José García quiere hacer una novela y decide tener dos libretas, una, donde apunta recuerdos y opiniones, y la otra, que se convertirá en una obra importante cuando pula sus pensamietos.
Este libro es una radiografía de la familia mexicana de esa época. José es un hombre de 56 años que dejó su sueño de ser marinero para convertirse en una persona gris que trabaja de contador y que cumple con los monótonos requisitos que impone la sociedad, como una familia, una casa y diversas comodidades. Su esposa, a sus ojos, es una mujer abnegada y sin un desarrollo profesional, aunque para el lector es un modelo de sabiduría, fortaleza y estabilidad. Sus dos hijos, con los que no puede comunicarse, son un adolescente que estudia leyes y que tiene una novia mayor que él, y un pequeño lleno de imaginación; ambos representan la vida que dejó, llena de pasión y emociones. Incluso, tiene una amante, una viuda joven alegre y estrepitosa, totalmente contraria de carácter del de su mujer.
Las dos libretas simbolizan el yo y el subconsciente de José García; el discurso visible es el que ve la sociedad, el discurso privado es el que lo impulsa a escribir su novela, una entidad llena de desasosiego a la que se le ha ocultado y domado hasta alcanzar la infelicidad. En aras de que estos dos mundos comulguen, el protagonista escribirá todas sus vicisitudes, desde los problemas del diario hasta sus recuerdos de antaño, siempre buscando el contenido exacto para llenar el cuaderno de su novela, aunque su cuaderno de borrador sea mucho más profundo de lo que él cree.
Josefina Vicens pudo, como mujer, darle la voz a un protagonista masculino poderoso, cosa rara para la época –aunque muchos otros narradores hombres habían podido tener protagonistas femeninas sin ser juzgados–, bajo el influjo del existencialismo mexicano. El libro vacío recibió el Premio Xavier Villaurrutia y numerosos halagos y excelentes críticas, entre ellas, la de Octavio Paz, quién dijo que era una novela magnífica, «simple y concentrada, a un tiempo llena de secreta piedad e inflexible y rigurosa» donde su autora, de manera admirable, trató el tema de la «nada», logrando un texto «tan vivo y tierno» que recreó, desde la «intimidad vacía» de su protagonista, «todo un mundo – el mundo nuestro, el de la pequeña burguesía”.