22 de noviembre de 2024 12:14 am
OPINIÓN

La migración interna: un viaje de esperanza y desafíos

Hay un México donde los sueños nacen y otro donde parecen marchitarse; un México que atrae y otro que expulsa. Es en esa compleja dualidad donde la migración interna traza sus rutas...

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Es una realidad que no podemos hablar de un solo México. Somos un país de mil realidades, donde el paisaje cambia no solo con los climas, sino con las oportunidades. Hay un México donde los sueños nacen y otro donde parecen marchitarse; un México que atrae y otro que expulsa. Es en esa compleja dualidad donde la migración interna traza sus rutas: un movimiento constante de personas que buscan, con esperanza y sacrificio, un lugar donde su futuro sea posible.

Cada año, millones de mexicanos y mexicanas dejan atrás sus casas, sus familias y todo lo que han construido, cruzando las fronteras de sus estados en busca de algo mejor. Según el CONEVAL, Chiapas lidera las tasas de pobreza en el país con un 67.4% de su población en esta condición. En estos estados, la tierra no siempre promete frutos, y los jóvenes, ante la falta de empleo digno o acceso a educación, se ven forzados a mudarse hacia ciudades donde las promesas de desarrollo son más tangibles. Pero ¿a qué costo?

La migración interna no es solo un fenómeno demográfico; es también una historia de desarraigo. En los estados del sur y sureste, donde las economías locales dependen de la agricultura, migrar no es una opción, sino una necesidad. Las temporadas de cosecha dictan los movimientos de jornaleros que, cuando la sequía golpea, se desplazan buscando empleos temporales que suelen ser informales, carentes de seguridad social y estabilidad, perpetuando un ciclo de pobreza y desigualdad.

Estas brechas que dividen a México no solo son geográficas. Mientras en la Ciudad de México el 89.5% de los hogares tiene acceso a internet, en Chiapas apenas alcanza el 44.3%. Este contraste, más que un dato frío, refleja una desigualdad estructural que empuja a los jóvenes a mudarse hacia regiones donde la educación y la tecnología son derechos básicos, no privilegios. En ese movimiento, dejan atrás no solo a sus familias, sino también la posibilidad de construir comunidades fuertes en sus lugares de origen.

El costo no es solo personal, sino colectivo. Las regiones expulsoras pierden a su población más joven y económicamente activa, quedando en manos de adultos mayores y niños. Este círculo vicioso, donde la migración debilita las estructuras sociales y económicas locales, fomenta aún más pobreza y marginación. Mientras tanto, las regiones receptoras enfrentan desafíos como la saturación de servicios básicos, el aumento de la desigualdad y un crecimiento urbano desordenado que amenaza con borrar áreas verdes y fragmentar comunidades.

Y luego está la naturaleza, que actúa como un catalizador inevitable. El huracán Otis, por ejemplo, dejó a miles de familias en Acapulco sin hogar ni sustento, obligándolas a buscar refugio en otras regiones. Estos desplazamientos forzados, cada vez más frecuentes en un mundo afectado por el cambio climático, evidencian otra faceta de la migración interna: no siempre es una elección; a veces, es la única salida.

La migración interna es una respuesta humana al deseo de superación. Pero también es un síntoma del mal desempeño de los gobiernos locales, incapaces de generar condiciones que permitan a su gente prosperar en sus lugares de origen. ¿Qué pasaría si cada mexicano y mexicana pudiera encontrar en su tierra natal el empleo, la educación y la seguridad que busca en otro lugar?

Mientras las políticas públicas sigan priorizando los polos de desarrollo y olvidando las periferias, la maleta seguirá siendo el símbolo del mexicano que se va. Al final, la migración interna no solo transforma el mapa del país; también deja cicatrices en las raíces de quienes parten y en el suelo que dejan atrás. ¿Es este el México que queremos?

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