En el corazón del vertedero de Agbogbloshie, en Accra, Ghana, columnas de humo tóxico se alzan entre montañas de residuos electrónicos. Este lugar, que alberga toneladas de dispositivos desechados provenientes de países desarrollados, es un claro ejemplo de cómo el tráfico ilegal de desechos electrónicos se ha convertido en un negocio lucrativo para el crimen organizado internacional.
Trabajadores como Abdulla Yakubu enfrentan diariamente los efectos devastadores de este comercio. Quemar cables y plásticos para extraer metales preciosos como el cobre y el oro no solo genera humos venenosos, sino que también deteriora la salud de cientos de personas que dependen de este trabajo. «El aire está muy contaminado y afecta nuestra salud», comenta Yakubu, con los ojos enrojecidos por el humo.
El tráfico de desechos electrónicos, impulsado por la creciente demanda de dispositivos electrónicos, representa una de cada seis incautaciones de residuos globales, según la Organización Mundial de Aduanas. Países como Italia y Reino Unido reportan tácticas cada vez más sofisticadas de contrabando, desde ocultar desechos en contenedores hasta triturarlos y mezclarlos con plásticos reciclables para disfrazar su origen.
A pesar de que tratados como el Convenio de Basilea buscan regular este comercio, el problema persiste, exacerbado por la falta de ratificación de países clave como Estados Unidos. Mientras tanto, en lugares como Agbogbloshie, personas como Abiba Alhassan, madre de cuatro hijos, luchan por sobrevivir en medio de un ambiente tóxico. «Sigo aquí porque este es mi medio de vida», asegura, reflejando la desesperante realidad de millones atrapados en el círculo vicioso de este comercio ilícito.
El desafío global requiere una acción conjunta para proteger a las comunidades vulnerables y frenar el impacto ambiental y humano de la chatarra electrónica.