En la antigua Roma, los banquetes no eran simples cenas, sino demostraciones de poder y lujo. Los miembros de la élite romana organizaban festines interminables, repletos de exquisitos y exóticos manjares como carnes de caza, mariscos y platos sorprendentes como el lirón relleno. El uso del garum, una salsa de pescado fermentada, era tan común que se añadía incluso a los postres, para darles un toque especial.
Los banquetes romanos, que duraban horas, también incluían rituales extraños para hacer espacio en el estómago. Entre ellos, estaba el acto de vomitar entre platos, una práctica que ayudaba a los comensales a seguir comiendo sin restricciones. Para ello, los invitados se retiraban a una habitación cercana y se inducían el vómito con plumas, antes de regresar a la mesa, donde continuaban disfrutando del festín.
Los romanos, además, eran muy supersticiosos durante sus banquetes. Se creía que lo que caía de la mesa pertenecía al más allá, y derramar sal era considerado un mal presagio. Estos festines también tenían un componente simbólico de vida y muerte, reflejando la filosofía romana de aprovechar al máximo el momento y disfrutar del presente.
El exceso no solo se reflejaba en la comida, sino también en la vida social y la estructura jerárquica. Los hombres se reclinaban mientras comían, lo que reflejaba su estatus superior, mientras que las mujeres comían en mesas separadas o se arrodillaban junto a sus maridos, un símbolo de la desigualdad de género de la época.