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* En colaboración con Jaime Tbeili Palti
El gobierno mexicano ha anunciado una nueva inyección multimillonaria a Petróleos Mexicanos (Pemex), sumando otro capítulo a la ya larga historia de rescates financieros a la empresa estatal más endeudada del mundo. Aunque no se ha revelado la cifra exacta, fuentes cercanas estiman que podría superar los 8 mil millones de dólares, en una mezcla de apoyos fiscales, pago de deuda y alivios estructurales. La pregunta inevitable es: ¿cuánto más podrá sostenerse esta estrategia?
Pemex arrastra una deuda superior a los 100 mil millones de dólares y una estructura operativa que genera pérdidas sistemáticas, especialmente en refinación. Por cada barril procesado, la empresa pierde dinero. Esto ocurre en un contexto donde la transición energética es prioridad global, pero México insiste en apostar por combustibles fósiles y proyectos como Dos Bocas, que ya triplicó su costo inicial.
El argumento del gobierno es que Pemex representa “soberanía energética”. Se le considera un símbolo nacional que debe ser defendido frente a intereses privados o extranjeros. Sin embargo, los resultados dicen otra cosa: más del 60% de las gasolinas que se consumen en México siguen siendo importadas, la producción de crudo ha caído en comparación con décadas pasadas, y los márgenes operativos son cada vez más reducidos.
Inyectar recursos a Pemex no es nuevo. Cada administración ha hecho lo suyo, pero este sexenio lo ha elevado a política de Estado. El problema no es solo financiero, sino estructural: decisiones centralizadas, falta de autonomía de gestión, baja inversión en innovación, y un entorno regulatorio que desincentiva la competencia. Mientras tanto, los recursos públicos destinados a Pemex se restan de sectores como salud, educación o energías limpias.
Esta última inyección de recursos puede evitar un impago de deuda y calmar temporalmente a los mercados. Pero es solo eso: tiempo comprado. Si no hay una reestructuración de fondo el círculo vicioso continuará. México seguirá vertiendo dinero en una empresa que, bajo su forma actual, no es financieramente sostenible.
No se trata de dejar morir a Pemex, sino de exigir que viva de forma distinta. Que no sea un barril sin fondo, sino un actor competitivo, moderno y alineado con los retos energéticos del siglo XXI. Por ahora, seguimos aplazando el verdadero debate: no si Pemex debe ser rescatada, sino cómo lograr que no vuelva a necesitar serlo.