El gobierno mexicano ha logrado una reducción en los niveles de pobreza por ingresos, una victoria atribuida a los aumentos en el salario mínimo y a la masiva distribución de programas sociales. No obstante, este logro es visto con escepticismo por el sector privado, que cuestiona la sostenibilidad de esta estrategia y advierte sobre el deterioro de otros indicadores clave del bienestar.
Mientras el ingreso de los hogares ha mejorado, el acceso a servicios básicos ha retrocedido. Datos del INEGI revelan un preocupante aumento de las carencias sociales, como la falta de acceso a la salud, que ya afecta a 44.5 millones de mexicanos, y la carencia de seguridad social, que impacta a 62.7 millones de personas. Esta situación subraya una paradoja crítica: aunque las familias tienen más dinero en el bolsillo, este se destina a cubrir gastos en salud y educación que antes eran responsabilidad del Estado.
El Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP) ha señalado que este modelo es insostenible a largo plazo, ya que el crecimiento real de una economía debe venir de la generación de riqueza a través del empleo formal, y no solo de transferencias de dinero. La dependencia de programas sociales, argumentan, podría desincentivar la búsqueda de trabajo y afectar negativamente el crecimiento económico a largo plazo.
Esta dualidad entre la reducción de la pobreza monetaria y el aumento de las carencias sociales plantea un serio desafío para las políticas públicas del país, y exige un debate más profundo sobre el tipo de desarrollo que se busca.