El 10 de octubre, Día Mundial de la Salud Mental, la Organización Mundial de la Salud hizo un llamado urgente: priorizar la salud mental de nuestros jóvenes. ¿La razón? El riesgo creciente de ansiedad, depresión y suicidio, que se ha convertido en la tercera causa de muerte entre los 15 y 24 años.
Detrás de estas cifras, a menudo encontramos entornos y relaciones violentas. En nuestra Ciudad de México, semanalmente se reportan casos de control, humillación, chantaje o agresiones físicas en relaciones adolescentes. Esto no sucede en lugares lejanos; ocurre en nuestras familias, escuelas, barrios y redes sociales.
Particularmente, la violencia en el noviazgo se ha vuelto un problema silencioso, ya que se estima que tres de cada diez jóvenes la han sufrido en algún momento de su relación. Lo más alarmante es que la mayoría no lo reconoce como tal, sino como “problemas normales de pareja”. Desde un punto de vista sociocultural, la violencia se observa, se aprende, se normaliza y se repite.
En casa, los gritos, las descalificaciones, los castigos físicos o el silencio enseñan implícitamente que «el amor duele». La falta de educación socioafectiva nos impide conocer y legitimar nuestros derechos, poner límites y expresar nuestro desacuerdo o dolor. También dificulta el reconocimiento y la gestión de emociones, lo que puede llevar a impulsos de agresión o abusos de poder.
En los medios digitales abundan discursos que promueven la violencia como parte del rol masculino: el hombre debe imponer sus deseos, exige obediencia y desconfiar de su pareja. En la llamada manosfera, algunos jóvenes construyen su identidad a partir de la misoginia y el odio hacia las mujeres. Por otro lado, hacia las mujeres se les bombardea con mensajes acerca de sexualizar sus cuerpos para obtener capital erótico y hacer negocio en plataformas como OnlyFans.
Entonces a los hombres se les enseña que el amor es controlar, celar y poseer; y a las mujeres se les enseña que amar es aguantar, complacer y callar. Por estos estereotipos de género es que se justifica la violencia en el noviazgo.
Y también la presión social, como el miedo a estar solo o al rechazo lleva a muchas y muchos adolescentes a tolerar agresiones o a convertirse en agresores para mantener la pertenencia y validación de su grupo.
¿Qué podemos hacer como madres y padres?
Obviamente no los vamos a espiar las 24/7 ni les vamos a prohibir tener pareja, pero sí se trata de que aprendan a establecer vínculos seguros y a poner límites cuándo algo los lastima.
En nuestra relación con nuestros hijos podemos validar sus emociones, porque sentir enojo no está mal, pero sí cómo lo expresamos. En vez de exigirles que no se enojen, podemos escuchar y preguntar: “¿Qué te ha hecho sentir así? ¿Qué crees que podrías hacer?”
Para romper con los estereotipos de género podemos enseñar a los hombres inteligencia emocional, responsabilidad afectiva y respeto a la autonomía en sus relaciones. A las mujeres a expresar sus deseos y a decir “no”, y sobre todo, a reconocer las señales de alerta, saber actuar y pedir ayuda.
En la adolescencia no debería ser negociable supervisar sus redes sociales, no para criticar, sino para dialogar del contenido: ¿qué ideas sobre el amor y la pareja están consumiendo? Acompaña, no prohibas. Orienta, no te impongas.
Un adolescente con identidad firme y sentido de valor propio no necesita dominar ni someterse. Refuerza lo que hace bien, no solo señales lo que hace mal. Corrige con respeto, empatía y libertad. Pero si notas aislamiento, cambios de humor, control excesivo o sumisión ante la pareja, pide orientación profesional.
Recordemos: Amar es reciprocidad, no posesión; cuidado, no dominación; respeto, no control. Nnuestra conexión con ellos desde el amor es una forma de prevención.
