La Ciudad de México ha convertido a los drones en un instrumento central de su estrategia contra el narcomenudeo. De acuerdo con datos oficiales, más del 50% de las más de 2,000 operaciones de la Unidad de Inteligencia Aérea Águila han sido dedicadas a identificar puntos de venta de droga, vigilar movimientos sospechosos y apoyar cateos. Con presencia en las 16 alcaldías, estos dispositivos funcionan como “ojos aéreos” capaces de guiar operativos en tiempo real.
El uso de esta tecnología se ha extendido también a la vigilancia de eventos masivos, la búsqueda de personas y operativos en zonas de difícil acceso. Para el gobierno capitalino, los drones representan precisión y rapidez; para los agentes en campo, un alivio operativo. Sin embargo, mientras las autoridades fortalecen su arsenal tecnológico, el crimen organizado avanza aún más rápido. Grupos delictivos emplean drones artesanales capaces de transportar hasta 100 kilos de droga, lanzar explosivos y automatizar rutas enteras.
Frente a este escenario, el Senado ya discute regular la compra y registro de drones con sanciones de hasta 40 años para su uso criminal. La brecha tecnológica entre autoridades y delincuencia evidencia una carrera constante: la misma herramienta que permite vigilar, también permite atacar. La pregunta es quién logrará dominarla primero.







