La economía europea se encuentra en una fase de estancamiento crítico, resultado de una confluencia de políticas que han limitado el crecimiento y la competitividad. Expertos señalan que una combinación de medidas regulatorias, fiscales y, en particular, energéticas ha actuado como un freno directo sobre la actividad económica de la Eurozona.
El factor más señalado es el costo de la transición energética. Las políticas de descarbonización, si bien necesarias, han incrementado los costos operativos para la industria sin asegurar una fuente de energía limpia y asequible a gran escala. Esta presión se suma a la disciplina fiscal estricta mantenida por el Banco Central Europeo (BCE), que prioriza la contención de la inflación mediante altos tipos de interés, lo que estrangula la inversión y el crédito.
Desde una perspectiva crítica, la excesiva burocracia regulatoria impuesta por Bruselas es vista como un lastre. Las regulaciones detalladas sobre la sostenibilidad (ESG) y la protección al consumidor, aunque bien intencionadas, generan un exceso de costes de compliance que desincentivan la innovación y la inversión privada, especialmente en el sector de las pequeñas y medianas empresas (PYMES).
Esta situación de estancamiento contrasta con el dinamismo de Estados Unidos, que ha utilizado subsidios masivos (como la Ley IRA) y una política fiscal más laxa para impulsar su industria. Europa se enfrenta al riesgo de una deslocalización de empresas hacia regiones con menores costes energéticos y laborales, lo que minaría la base productiva del continente. El desafío es encontrar un equilibrio entre la ambición climática y la competitividad económica inmediata.



