
MIchelle Bermúdez Betancourt
Sin duda alguna debe de entenderse como uno de los conceptos más versátiles y relevantes en nuestro vocabulario. Siendo casi imperceptible, enmascarado en su cotidianidad, moldea todo lo que nos rodea, de forma tal que no hay día de nuestras vidas que no nos encontremos ejerciéndolo y, a su vez, siendo receptores o, en ocasiones, víctimas de su voluntad y capacidad. A pesar de los innumerables intentos que se han llevado a cabo para explicar su alcance e influencia, no dudaría en afirmar que no hay definición suficiente que pueda ilustrar de forma completa lo que el poder, en esencia es.
Lo cierto es que referirse al poder no es tarea sencilla. Por una parte, se podría decir que este es algo que reside en todos y cada uno de nosotros; se puede asegurar que es aquel motor o “herramienta” que nos permite ejecutar, de la forma específica que imaginamos y deseamos, las decisiones y acciones que tomamos de manera voluntaria, natural y constante. Sin embargo, completamente independiente a dicha forma de percibir el poder, cuando al Estado nos referimos principalmente, tendemos a expresar el primero como un concepto jerárquico e íntimamente relacionado con la fuerza y omnipotencia.
En otras palabras, el poder cuenta con una dualidad tanto teórica, como práctica de ser entendido e identificado ya sea como medio o como fin. Dicho debate se encuentra muy lejos de ser algo nuevo y es en realidad, uno de los retos más grandes que hasta hoy día enfrentamos como sociedad. Podría parecer absurdo el plantear la definición de una palabra como un gran problema, especialmente en medio de un presente tan desafortunadamente descontrolado y trágico; sin embargo, es exactamente esa realidad lo que nos encadena a la necesidad de analizar lo que como sociedad pensamos y hacemos.
Otra noción del poder es su identidad poética; el poder como una fuerza, un poder que existe y se vale por sí mismo, un poder que seduce a la persona a tal grado de llevarla, como el amor, a hacer cosas que esta jamás se imaginó capaz de hacer. Esta cara del poder, en realidad lo dota de independencia y forma, planteando así su existencia como un ente capaz de ocupar y gobernar un de-terminado espacio o persona. La amenaza real del poder, entonces, proviene de una mezcla poética e “idealizada” de medios entendidos como fines. En un país con un Estado de Derecho excesivamente debilitado, el poder se vuelve dictador y protagonista de todas las decisiones que la autoridad realiza. Se pretende gobernar con y por poder, este último deja de ser un vehículo y se convierte en la estrella; sin embargo, su naturaleza poética lo hace infinito y, más importante, románticamente inalcanzable.
Una realidad de supervivencia como la que se vive en nuestro país ha generado un clima tanto social como gubernamental en el que todos y todas nos encontramos en una carrera por el poder. No un poder de cambio sino un poder vacío. De forma tal que, esa pequeña palabra de gran contenido está generando una fricción y sufrimiento sumamente profundos en nuestro país.
La falta de autoridad y mecanismos institucionales sólidos, tiene hoy al país en un constante limbo en el que se cree que se ha de luchar por ese “gran poder” transformador y supremo, posicionando el discurso y agenda pública en un centro vacío. Todo gobernante tiene la obligación de comprender que el poder de la autoridad tiene la finalidad de servir como herramienta para mejorar la realidad y aumentar el bienestar y no el de ser trofeo y arma de aquel quien del poder romántica y poéticamente se “enamora”.