Cecilia González Michalak
El año 1533 fue bastante particular para la historia de Europa: quienes estaban en el trono de las grandes potencias de aquel entonces eran Enrique VIII, rey de Inglaterra, Carlos V de Austria y I de España, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Francisco I, rey de Francia, y Clemente VII, como papa y cabeza de la Iglesia católica. Asimismo, en ese año Enrique VIII quería divorciarse de Catalina de Aragón –tía de Carlos V–, en un acto imposible según las leyes católicas.
Buscando una solución para su situación marital, el monarca inglés empezó a cabildear la idea de crear una alianza estratégica con Francia para aplacar el Imperio Germánico y que así, el soberano francés usase su influencia para convencer al papado de permitirle el divorcio a su homónimo Tudor. El reino de Francia decide apoyar a Enrique VIII y hasta le presenta a Ana Bolena; se enamoran y se casan en secreto teniendo una hija en camino (nada más que Isabel I). El Vaticano, al enterarse de semejante desafío a las leyes de Dios, excomulgó al rey de Inglaterra, creando un cisma entre iglesias, dejando a Francia en una situación complicada y provocando que las relaciones diplomáticas entre estos cuatro poderes sean muy precarias.
¿Cómo puede solucionarse esta situación? Contratando intermediarios cuyos talentos y personalidad calmen los ánimos fogosos causados por traiciones a las tías favoritas, por casamientos sin permisos y por enojar al representante de Dios en la Tierra. Esta figura será la del embajador, y bajo este contexto, quienes tendrán que lidiar con esta escabrosa telenovela renacentista serán Jean de Dinteville, emisario de Francia en Inglaterra, y Georges de Selve, representante de Francia en el Sacro Imperio Germánico y la Santa Sede.
El cuadro de Los embajadores, creado por Hans Holbein el Joven (1497-1543) bajo encargo del mismo Dinteville, es una obra que no sólo retrata a dos actores que fungieron un papel importante en la situación internacional de la época, sino que con muchos símbolos, exhibe la realidad de la época, donde la política y la religión estaban teniendo una batalla moral que podía afectar a los ciudadanos de las capitales más importantes de Europa de ese momento.