24 de noviembre de 2024 7:02 am
OPINIÓN

Infancias robadas

...Porque las niñas y los niños no deberían ser delincuentes. Deberían ser estudiantes, soñadores, y sobre todo, deberían ser niños y niñas...

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Las niñas y los niños no deberían ser delincuentes. No deberían cargar armas, ni transportar drogas, ni mucho menos convertirse en piezas de ajedrez de un juego mortal que no comprenden. Sin embargo, esa es la oscura realidad que enfrentan 30 mil menores reclutados por el crimen en México, una realidad que hemos permitido, en la que hemos fallado tanto gobierno como sociedad. ¿Cómo es posible que, en lugar de juguetes, sus manos inocentes carguen pistolas? ¿Cómo llegamos a este punto, donde la inocencia es sacrificada en nombre de la violencia?

En las calles de México, donde la infancia debería florecer, la sombra de la delincuencia apaga el brillo de los más vulnerables. Hoy, miles de menores han sido arrancados de su inocencia y forzados a servir a los intereses más oscuros del crimen organizado. ¿Cómo llegamos a este punto? ¿Cómo permitimos que las risas de nuestros niños y nuestras niñas se extingan bajo el peso de las armas?

Estos menores no juegan a ser adultos; están obligados a serlo en un mundo donde las opciones son escasas y crueles, en donde la sociedad les ha dado la espalda. Detrás de cada niño y niña forzado a la violencia, hay una historia desgarradora de un sistema que ha sido incapaz de ofrecerles alternativas. En comunidades donde la educación es un privilegio y el hambre una constante, el crimen se presenta como una de las pocas salidas, una puerta falsa hacia una vida que promete lo que el Estado les niega.

Es cierto que el crimen nunca se justifica. Sin embargo, estos menores están atrapados en una realidad que no dimensionan y que ciertamente no eligieron. Lo más doloroso es comprender que una vez que entran, se encuentran en un laberinto sin salida; el crimen los atrapa en una espiral de violencia de la que no pueden escapar, condenándolos a dos posibles destinos: la cárcel o la muerte.

Sus manos, que deberían construir sueños, ahora cargan con el peso de una conciencia que jamás debió despertar tan pronto. Sus pasos, en lugar de llevarlos a la escuela, recorren senderos marcados por la violencia y el miedo. Sus ojos, que deberían brillar con la luz de la curiosidad, captan escenas de horror y muerte que jamás debieron presenciar. ¿Es este el futuro que les prometimos? ¿Es normal aceptar que nuestras niñas y nuestros niños se conviertan en soldados de una guerra que nunca pidieron?

En cada rincón del país, los cárteles ven en ellos piezas desechables, fáciles de reemplazar y difíciles de rastrear. Son «carne de cañón» en un juego trágico donde su vida es el precio a pagar. ¿Dónde quedó el derecho a una niñez digna? ¿Dónde están las políticas públicas que deberían protegerlos de este destino cruel? ¿Dónde quedó nuestra humanidad, nuestra responsabilidad compartida?

La situación es tan grave que, en lo que va del año, 624 menores han sido víctimas de homicidios y lesiones con armas de fuego, una cifra que refleja la brutal realidad de un país donde la infancia está abandonada. Nuestra sociedad, sumida en su rutina diaria, parece haber olvidado que estos niños y niñas existen. Detrás de cada cifra hay una historia de sueños rotos, de familias devastadas, de futuros que nunca se alcanzarán. ¿Acaso el silencio es la única respuesta que podemos ofrecerles? ¿Acaso no nos corresponde hacer más?

No podemos permitir que esta situación siga siendo la norma. Lamentarnos por las vidas perdidas no basta; debemos actuar para cambiar esta realidad. Es crucial que el gobierno implemente políticas efectivas que prevengan el reclutamiento de menores y les ofrezcan alternativas reales. La solución no está en más armas, sino en más amor, más educación y más oportunidades. Porque las niñas y los niños no deberían ser delincuentes. Deberían ser estudiantes, soñadores, y sobre todo, deberían ser niños y niñas.

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