8 de noviembre de 2024 10:03 am
OPINIÓN

La muerte duele, pero así es la vida.

...los rituales funerarios han servido para valorar el legado de las personas con quienes hemos compartido experiencias y emociones. Y cuando experimentamos una pérdida tan definitiva como la de la muerte, el dolor y la tristeza son un reconocimiento...

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Los seres humanos vivimos en interdependencia unos con otros, es una necesidad básica de pertenencia para asistir con la ayuda ajena nuestra condición mortal y vulnerable. Damos sentido a nuestra existencia en relación con los demás por lo profundamente sociales que somos. Por eso en general, la separación nos provoca cierta angustia, porque parece ir en contra de lo que naturalmente buscamos: sentirnos amados y vinculados. Los lazos afectivos de responsabilidad y de cuidado constituyen la esencia de nuestra evolución como especie y de nuestra orientación ética como humanidad, a tal grado que tenemos en cuenta la presencia del otro aún cuando no está. Así lo constataron los primeros humanos que en sus sepulcros dejaron pétalos de flores, utensilios y herramientas que suponemos le pertenecían al ser enterrado. 

Hoy sabemos que los rituales funerarios han servido para valorar el legado de las personas con quienes hemos compartido experiencias y emociones. Y cuando experimentamos una pérdida tan definitiva como la de la muerte, el dolor y la tristeza son un reconocimiento de que esa persona no solo ha tocado nuestra psique y nuestra vida a nivel personal, sino también a nivel social, la memoria comunitaria. Luego nos reunimos en el funeral no solo para honrar al que partió, sobre todo para consolar al que le sobrevivió y procurarnos una compañía empática y solidaria que haga más llevaderas las penas. Esto hace comprensible el sufrimiento de quien no encuentra alivio y quien no cuenta con alguien para aliviarse. También podemos recurrir a la fe y la esperanza, al poder de las oraciones y de la consolación divina, a alzar homenajes y memoriales muchas veces en la necesidad de despedirnos; otras en el deseo de que vuelva la persona que partió, como si sólo se hubiera ido de viaje; otras tantas en el anhelo de buscarle hasta volverle a ver, “hasta encontrarles” como dicen las madres buscadoras (que viven un duelo imposible). 

La certeza de que todos algún día moriremos nos empuja paradójicamente a cuestionarnos sobre el significado de la vida. ¿Existiría la religión sin la conciencia de la muerte? No hay cultura sin mito ni religión sin explicación sobre lo que pasa después de la muerte o sobre la muerte como un pasaje. También encontramos representaciones literarias de la muerte como una maestra que se manifiesta para advertir al viviente: “Sabiendo que vas a morir, ¿cómo decides vivir en relación contigo y con los demás?”

Aquí mismo, en México, hace unos días festejamos el Día de muertos con altares, ofrendas y monumentos para no olvidar y no ser olvidados, para tener presente la relación de vivos y muertos (que de hecho siguen vivos en la identidad familiar y cultural).  

El dolor de la muerte se vuelve un duelo, que es un proceso para mirar atrás y mirar adentro qué queda y que suelto de esa persona en mí. Para luchar porque no se desvanezca la parte de co-existencia que estaba íntimamente ligada a ella, y transformarme para vivir sin morir de dolor.  Contamos anécdotas, enmarcamos fotos, escuchamos música, lloramos y sonreímos a través del recuerdo en un esfuerzo más por integrar quién fue y quién es esa persona en nuestras vidas y así replantearnos la vida misma. La muerte duele porque la vida humana implica crecer desde y sanar ºuna conexión, que simboliza algo de lo que se perdió, en algo de la huella que el otro dejó.

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