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Mientras unos oran por los pobres, otros los multiplican desde el presupuesto…
Macraf
El pasado lunes, el mundo despertó con una noticia que marcará época: el fallecimiento del Papa Francisco, a los 88 años, en su residencia de Casa Santa Marta, en el Vaticano. Y aunque este espacio no suele abordar temas religiosos, permítame, estimado lector, detenerme unos minutos en su legado, pero desde una óptica distinta: el impacto económico que su pensamiento dejó a nivel internacional.
No, no hablaré de dogmas ni de doctrinas, ni mucho menos del “humanismo mexicano” con el que algunos buscan encubrir caprichos políticos con frases huecas. Hablo del verdadero legado económico del Papa Francisco: uno centrado en la persona, en la equidad, en la sostenibilidad y en el desarrollo como fin último de toda política pública.
Francisco fue un crítico duro de lo que él llamó “la economía de la exclusión” y “la cultura del descarte”, fenómenos que –para nuestra desgracia– no nos son ajenos. Cuestionó frontalmente a un sistema que genera riqueza, pero la concentra, y que ve a los seres humanos como engranes y no como fines. Sin caer en posturas radicales, no condenó el capitalismo, pero sí sus excesos, sobre todo aquellos que nacen de un mercado sin regulación, que abandona a los más vulnerables.
En 2019, convocó a jóvenes economistas y emprendedores en el evento La Economía de Francisco, con el objetivo de repensar el sistema económico desde una lógica de inclusión, justicia y sostenibilidad. Y aquí viene una de sus mayores aportaciones: conectar la justicia económica con la justicia ambiental. Desde Laudato si’, su encíclica verde, dejó en claro que no puede hablarse de progreso mientras destruyamos los recursos naturales de los que depende la vida humana.
Además, defendió el trabajo digno como piedra angular del desarrollo: salarios justos, condiciones laborales humanas y equidad de oportunidades. Su visión, alejada de los discursos vacíos y del adoctrinamiento barato, se enfocó en devolver dignidad al trabajador y sentido a la economía.
Y sin embargo, en México nos dimos el lujo de ignorarlo. Aquí se malinterpretó su “Iglesia pobre para los pobres” como si promoviera la mediocridad o la limosna institucionalizada. Nada más alejado. Francisco no hablaba de pobreza económica, hablaba de humildad de espíritu, de poner a las personas al centro.
Lo más triste es que esa visión, profundamente humanista, sí tiene implicaciones económicas prácticas y necesarias para nuestro país. Mientras seguimos cargando con megaproyectos opacos, con una deuda pública creciente y sin transparencia por la extinción del INAI, seguimos sin entender que el desarrollo no es crecer por crecer, sino mejorar la calidad de vida. Y para eso, hace falta una economía que tenga ética, justicia y visión de largo plazo.
Francisco lo entendió mejor que muchos tecnócratas y populistas. Lo expresó mejor que muchos ministros de Hacienda. Su llamado fue claro: sin justicia social, no hay economía que sostenga una nación. Que su legado, aunque no venga con fórmulas fiscales ni indicadores macroeconómicos, nos obligue a repensar lo que entendemos por desarrollo y por gobierno. Porque, como bien lo dijo, “esta economía mata”, y lo está haciendo de forma silenciosa… pero efectiva.