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En los últimos años, he encontrado en la neurociencia un aliado invaluable para la crianza consciente, tanto para acompañar a otros papás como en el ejercicio de mi propia paternidad. Quiero compartir algunas certezas que nos pueden dar claridad y seguridad sobre cómo nuestras interacciones cotidianas dejan una huella imborrable en nuestros hijos.
Es fundamental comprender que el cerebro humano está diseñado para socializar y desarrollarse a través de la interacción social. Esto significa que la formación del cerebro de los niños y su óptimo funcionamiento dependen directamente de las relaciones recíprocas de amor y respeto que entablamos con ellos. En otras palabras, nuestros hijos necesitan nuestro contacto y nuestra asistencia afectiva. Si bien la televisión, los dispositivos móviles y las tabletas pueden entretenerlos, ningún contenido, por educativo que sea, podrá reemplazar nuestra presencia y el tiempo que les dedicamos. Entenderán nuestras largas jornadas laborales y nuestras preocupaciones, pero para que se sientan realmente vistos, amados, seguros de sí mismos y de su valor, es esencial brindarles atención plena (no con el celular en la mano) al jugar con ellos, escucharlos, conocerlos y guiarlos con límites claros.
Puesto que la base del desarrollo infantil son las relaciones sociales, nuestros hijos aprenden e imitan conductas de observar cómo tratamos a los demás: nuestra pareja, nuestros padres, las personas que nos brindan servicios, etc. La neurociencia ratifica una verdad que ya sabíamos por sabiduría popular: las palabras mueven, pero el ejemplo arrastra. Fomentar en nuestra comunidad la cultura de la amistad incluyente, solidaridad por el bien común y cooperación en la resolución de problemas son parte de las habilidades esenciales que evolutivamente nos han permitido trascender como humanidad.
Cuando el proceso de socialización no es adecuado, aparecen señales de alerta como problemas de conducta, dificultades en la expresión de emociones o en el aprendizaje. Hoy sabemos que esto pasa cuando nuestros hijos luchan por adaptarse a su entorno por las presiones y exigencias que perciben de sus relaciones, rutinas aceleradas, miedos y angustias generados por conflictos y separaciones. Es nuestra responsabilidad supervisar cómo se sienten en sus círculos escolares y familiares, en el uso de dispositivos y redes sociales, especialmente cómo se sienten con nosotros. Debemos acompañarlos y apoyarlos a enfrentar los desafíos académicos, el bullying o las reacciones de violencia en casa o en el vecindario. Lo primordial es confirmarles que nos importan y que cuentan con nosotros incondicionalmente. Y si yo me equivoqué y lo lastimé, me toca rectificar y reparar con amor. Un hijo no necesita un padre perfecto, sino uno capaz de reconocer sus errores, pedir perdón y enmendar desde la compasión. Además, cuando aprendemos a respirar y calmarnos para no reaccionar impulsivamente, los cerebros de nuestros hijos aprenden estrategias más saludables para afrontar la vida.
La ciencia sobre la resiliencia humana demuestra que si estamos presentes para responder con empatía, los efectos de una experiencia traumática disminuyen y sanan con el tiempo. Sin embargo, si los niños no cuentan con un adulto que los contenga en sus dificultades, la soledad agrava los síntomas y los perpetúa. Esto se relaciona con el impacto del estrés crónico en el cerebro. Cuando un niño se siente amenazado e inseguro, activa respuestas de defensa que obstaculizan su desarrollo. Esto también está relacionado con nuestro estilo de disciplina. Varios aún creemos que los castigos físicos, los gritos y los insultos son necesarios cuando los niños no obedecen, pero en realidad, estas acciones generan estrés tóxico, resentimiento y desconexión emocional, además de enseñarles a responder de la misma manera en el futuro.
Y aquí viene una realidad ineludible: ¿por qué reacciono de manera exagerada ante ciertas conductas de mi hijo? ¿Por qué me engancho emocionalmente con ciertas actitudes? Muchos padres estamos criando desde nuestras propias heridas de abandono, autoritarismo o silencios dolorosos. La buena noticia es que nuestro cerebro se transforma con la experiencia. Podemos desaprender lo que nos lastimó y construir una nueva forma de educar. Tenemos la capacidad de ser la generación que cambia la historia familiar. Cuando asumimos la responsabilidad de nuestra propia conducta, brindamos un modelo a nuestros hijos para que ellos también asuman la suya.
Es cierto que no existe una receta para la paternidad positiva, pero la neurociencia puede ofrecernos una brújula confiable para criar con sentido, autoeducarnos y sanar nuestras heridas. México necesita más padres informados con la ciencia y formados en conciencia para mirar a nuestros hijos, hacia su interior y hacia su futuro. Porque cada acto de ternura, cada límite con respeto, cada momento de juego consciente es un camino de transformación personal, que no solo contribuye a formar un hijo saludable, sino también a construir un mejor país.