Desde 2018, México ha experimentado el advenimiento de una nueva hegemonía cultural y política. Esta élite ha reformulado la identidad nacional, glorificando lo que el escritor Carlos Monsiváis denominaba «causas perdidas»: la defensa de los marginados, las comunidades LGBTQ+, los pueblos indígenas y las luchas por la justicia social y los derechos humanos. La conversión de Los Pinos en un centro cultural y el epicentro del Bosque de Chapultepec es un símbolo de esta política de recentralización y democratización del espacio público, buscando saldar una deuda histórica con estas causas y el legado prehispánico. La cultura se ha convertido en una herramienta fundamental para sustentar los discursos del régimen y moldear una nueva identidad nacional, culminando décadas de lucha de la izquierda, en la que Monsiváis y otros productores culturales fueron vanguardia.
Sin embargo, en este proceso, se percibe una creciente redundancia de los productores culturales y académicos tradicionales. Se les ha acusado de haber fallado en su función de reflejar la realidad violenta, de crear espacios de diálogo accesibles o de ser bastiones de la libertad de expresión, y de no lograr la paz a través de sus creaciones. El relato clasemediero de denuncia y oposición al poder, que caracterizó décadas de disidencia y el pensamiento de Monsiváis, ha sido desplazado por un «relato plebeyo» de la democracia posneoliberal mexicana. En el momento en que las dinámicas estéticas y el pensamiento crítico dejaron de influir en la realidad, críticos señalan que un «virus del fascismo» comenzó a expandirse, llevando a artistas, escritores y espacios culturales a una aparente obsolescencia bajo la nueva hegemonía de las «causas perdidas».
A partir de 2018, se les instó a abandonar el ego y las ambiciones personales para convertirse en «siervos de la nación», promoviendo una «paz comunitaria» y aceptando recortes presupuestales masivos en cultura. El enfoque se ha desplazado hacia la creación de cultura «hecha por las masas», celebrando la creatividad popular y exhibiendo formas de vida comunitarias vigentes de los pueblos originarios. Esta nueva cultura, según la crítica, busca finalmente incluir a los «relegados» de la expresión cultural y la modernización. Sin embargo, se observa una purga de la «sensibilidad neoliberal» en el arte, lo que ha llevado a una despolitización de las narrativas, donde el arte posneoliberal formatea la identidad nacional con un giro que repudia lo «criollo» o «whitexican» y vuelve a las raíces prehispánicas, creando una división entre «nosotros, los injuriados, y ustedes, los privilegiados».
La situación actual se agrava con la internalización del partido por parte de algunos productores culturales, lo que implica un desdén hacia la argumentación, el conocimiento y los principios morales. La imposición de un programa cultural ideologizado y polarizante, la supresión de la autonomía del arte y la consolidación del poder disciplinario sobre críticos y disidentes, con una evidente autocensura, son preocupantes. Esto se ve reflejado en la escasez brutal de fondos públicos para la producción cultural, que empuja el campo hacia la precariedad y una desmedida ambición por la visibilidad y las ventas. Mientras se acentúa la desigualdad, el genocidio y la devastación ambiental, la cultura se subordina a la lógica del marketing y la complacencia. La carta del Subcomandante Moisés, denunciando la indolencia de los productores culturales ante la violencia y las desapariciones forzadas, resuena como un llamado a la acción y a la recuperación de una cultura con conciencia crítica.