La economía china se enfrenta a un desafío estructural, marcado por la creciente aversión al gasto de sus ciudadanos. Impulsados por la incertidumbre económica, la volatilidad del mercado inmobiliario y la falta de una red de seguridad social sólida, los hogares chinos están optando por ahorrar a un ritmo acelerado. Esta cautela, que se traduce en un menor consumo, se ha convertido en un freno significativo para el crecimiento, a pesar de los esfuerzos del gobierno por incentivar la demanda interna.
Este comportamiento precavido no es un fenómeno aislado, sino que está intrínsecamente ligado a una de las crisis sociales más profundas que enfrenta el país: la drástica caída de la tasa de natalidad. Cada vez más parejas chinas deciden tener menos hijos o, directamente, optan por no tenerlos. El alto costo de la vivienda, la educación y la sanidad, sumado a la inseguridad laboral y las presiones financieras, han hecho que la perspectiva de criar una familia sea un lujo inalcanzable para muchos.
La combinación de una población que ahorra más y gasta menos, mientras reduce el número de nacimientos, crea un círculo vicioso que amenaza la sostenibilidad económica a largo plazo. Por un lado, el bajo consumo frena el crecimiento presente; por otro, la disminución de la fuerza laboral futura plantea serios interrogantes sobre la capacidad del país para mantener su dinamismo económico. Este panorama exige al gobierno chino no solo medidas de estímulo económico, sino también políticas sociales que aborden las causas profundas de la inseguridad financiera y la crisis demográfica.