El nombramiento de Sébastien Lecornu como primer ministro, apenas horas después de la dimisión de François Bayrou, pretende zanjar una crisis política inmediata, pero plantea más preguntas que certezas sobre la viabilidad de la gobernabilidad en Francia. Bayrou presentó su renuncia tras ser derrotado en un voto de confianza en la Asamblea Nacional, donde su gobierno no logró reunir el apoyo necesario; aquel fracaso parlamentario reflejó la incapacidad del Ejecutivo para recomponer mayorías después de las elecciones anticipadas y la intensa fragmentación del hemiciclo. La caída de Bayrou se explica, en buena medida, por ese déficit de respaldo legislativo y por la presión política que generaron movilizaciones sociales y la crítica de la oposición sobre la gestión del Gobierno.
La decisión relámpago del Presidente —colocar a un estrecho colaborador y único ministro que ha permanecido en el Ejecutivo desde 2017— busca una señal de continuidad y control interno. Sin embargo, esa misma urgencia alimenta críticas sobre la legitimidad del método: movimientos y partidos de izquierda calificaron la maniobra como falta de consulta y consideraron que no resuelve el déficit de mayorías en la Asamblea Nacional.
Lecornu llega con un perfil técnico y conservador: exalcalde, con cuatro carteras ministeriales en siete años y artífice, desde Defensa, de la gran inversión militar anunciada para 2024–2030. Su experiencia le da solvencia administrativa; su pasado en Los Republicanos y su afinidad con Macron le otorgan confianza en el círculo presidencial. Pero ese perfil dual —gestor eficaz y político de afinidad— también puede limitar su atractivo ante socios potenciales en el Parlamento: la izquierda lo percibe a la derecha del centro, y la extrema derecha lo considera un peón del macronismo.
La urgencia del calendario presupuestario, la fragmentación parlamentaria tras las elecciones anticipadas y las movilizaciones ciudadanas convierten la tarea en un ejercicio de alta tensión política. La amenaza inmediata de una moción de censura y las protestas masivas evidencian que Lecornu no podrá basarse solo en la gestión técnica: necesitará negociar, ceder y construir alianzas en un hemiciclo dividido. Políticamente, su nombramiento puede ser leído como un intento de recomponer la gobernabilidad desde el centro-derecha; institucionalmente, plantea el riesgo de mayor polarización y desgaste de la presidencia si las negociaciones fracasan.
En resumen, Lecornu aporta experiencia y disciplina, pero su éxito dependerá menos de su currículo que de su capacidad para convertir gestos técnicos en acuerdos políticos: una prueba de fuego donde la rapidez del nombramiento no garantiza la velocidad de los consensos, y donde la dimisión de Bayrou recuerda que la estabilidad depende, ante todo, de mayorías parlamentarias efectivas.