En el marco del Día Mundial de la Alimentación 2025, el panorama global es sombrío. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha emitido una alerta crítica: cerca de 137 millones de personas ya enfrentan hambre severa, y se estima que 673 millones de individuos padecían hambre en 2024. Este retroceso en la lucha por el Hambre Cero no es una fatalidad, sino el resultado directo de la intensificación de conflictos (que afectan a 140 millones de personas), las crisis climáticas y la inestabilidad económica.
Desde una perspectiva económica y crítica, el avance del hambre es un «fallo de la humanidad» con consecuencias financieras directas. La inseguridad alimentaria y la malnutrición no solo generan costos sanitarios y sociales masivos, sino que también limitan severamente el desarrollo humano, la educación y la productividad laboral en los países afectados. Ignorar esta crisis es hipotecar el capital humano y condenar a las naciones a pérdidas económicas irreparables en el futuro.
La paradoja es evidente: el mismo orden económico que permite que el hambre se extienda coexiste con un aumento récord en los gastos militares globales y la concentración de riqueza extrema. Las naciones ricas incumplen sistemáticamente sus promesas de destinar el 0.7% de su PIB a la ayuda al desarrollo, mientras que la falta de financiación ha obligado a organizaciones como el Programa Mundial de Alimentos (PMA) a realizar recortes drásticos en la asistencia esencial.
La solución económica, según la ONU y expertos, pasa por la transformación de los sistemas agroalimentarios, priorizando la inversión en agricultura resiliente y en programas de protección social. Es fundamental que la solidaridad global se imponga a la competencia para evitar que la crisis alimentaria siga siendo un lastre para el crecimiento y la estabilidad mundial.