2026: crecer con miedo

México entra a 2026 con crecimiento débil, inversión cautelosa y alta incertidumbre institucional; sin confianza ni reglas claras, el desarrollo económico vuelve a posponerse.

Coyuntura económica y algo más

La inversión no huye del país: huye del gobierno…

Macraf

Si alguien está esperando que 2026 sea el año del “ahora sí”, conviene avisarle desde el principio: lo que viene no es un salto, es una prueba. Y no una prueba de discursos, sino de condiciones reales para crecer. Porque México no entra al 2026 con el motor apagado, pero sí con el freno de mano puesto, y lo peor es que desde Palacio parecen convencidos de que el freno también es parte del plan.

Los números ayudan a aterrizar el tamaño del problema. CEPAL trae a México con 0.4% en 2025 y 1.3% para 2026. UBS se mueve en una lógica similar: un 2025 alrededor de 0.5% y una aceleración a 1.4% hacia 2026. Dos lecturas distintas, un mismo mensaje: crecimiento modesto. Y con crecimiento modesto no hay desarrollo económico que alcance, ni competitividad que se sostenga. Se administra el día a día, se estira el presupuesto, se presume estabilidad… y se pospone el futuro.

El primer reto del 2026, entonces, es el más básico y el más ignorado: romper la inercia del bajo crecimiento. Eso no ocurre con slogans, ocurre con inversión, productividad y certidumbre. Y ahí viene el segundo reto, el que de verdad decide la película: la inversión privada. Porque la inversión no es romántica, es desconfiada; no necesita que le juren amor, necesita que no le cambien las reglas a mitad del camino. El problema es que México ha convertido la certidumbre en una palabra decorativa: se pronuncia mucho y se practica poco.

UBS deja un dato que debería dolerle a cualquier gobierno que presuma “atracción” de capital: alrededor del 70% de la inversión extranjera directa hoy es reinversión de utilidades. Traducido: los que ya están, se quedan y reinvierten porque conocen el terreno, porque tienen operaciones andando y porque salir también cuesta. Pero el reto real es atraer inversión nueva, fresca, la que trae plantas nuevas, cadenas nuevas, empleo nuevo. Y esa inversión nueva es la que más se espanta cuando huele incertidumbre institucional o arbitrariedad regulatoria.

El tercer reto es el T-MEC, que en 2026 deja de ser un “marco” y se vuelve examen. La revisión/renegociación del tratado será el termómetro del riesgo para México, porque el modelo exportador depende de esa integración de forma brutal. En cristiano: si la revisión sale rápida y razonable, el capital puede volver a moverse; si se alarga, se politiza o se convierte en herramienta de presión, el capital se sienta y cruza los brazos. Y cuando el capital se sienta, el empleo se enfría; cuando el empleo se enfría, el consumo se agota; y cuando el consumo se agota, la economía se desacelera sin necesidad de que nadie declare “recesión”.

El cuarto reto es fiscal, y aquí es donde la realidad deja de ser tema técnico para volverse tema de bolsillo. UBS plantea algo clave: el gobierno viene de un déficit cercano al 6% y busca bajarlo a 4.3% en 2025, con un plan de 4.1% para 2026. Suena a “prudencia”, pero en realidad es un equilibrio frágil: apoyar crecimiento sin perder el control de la deuda. ¿Dónde está el problema? En que las rigideces presupuestales no perdonan: pensiones, subsidios y gasto comprometido reducen el margen, y sin una reforma fiscal amplia el espacio para maniobrar se queda chiquito. Cuando el espacio se queda chiquito, la tentación se vuelve grande: exprimir recaudación donde sí se puede. Y eso suele significar lo mismo de siempre: presión sobre los mismos contribuyentes formales, sobre las mismas empresas, sobre el mismo segmento que sostiene la caja.

Ahí aparece el riesgo que ya se siente en el ambiente: la delgada línea entre “mejor recaudación” y extorsión fiscal práctica. No por el hecho de cobrar impuestos, sino por el método y el sesgo: cuando un Estado no puede recortar donde debería (porque políticamente duele), termina cobrando como puede. Y si además se apuesta a subir impuestos indirectos o a endurecer la fiscalización sin corregir la calidad del gasto, la relación con el contribuyente se vuelve tóxica: el ciudadano deja de sentir que paga por servicios y empieza a sentir que paga por permiso de existir.

El quinto reto es el costo de decisiones públicas que elevan presiones sobre la economía real sin construir el piso de productividad. El aumento de salarios puede ser socialmente deseable, sí. Pero si llega en un entorno de inversión cautelosa, crecimiento bajo y reglas movedizas, el resultado es bastante menos heroico de lo que se vende: Pymes apretadas, contratación más lenta, informalidad resistente y traslado de costos al consumidor. Subir el salario no es magia: si no se eleva productividad y no se facilita inversión, se eleva el estrés. Y en 2026 el estrés puede estar por todos lados: por el T-MEC, por la deuda, por la recaudación y por la incertidumbre jurídica.

El sexto reto es institucional, y aquí no hace falta ponerse solemne: el Estado de derecho es un insumo productivo. Cuando se debilita la confianza en el Poder Judicial —o en los contrapesos— el país se encarece. Se encarece operar, se encarece invertir y se encarece planear. UBS lo pone con claridad: cambios recientes, como la reforma al amparo y el rediseño del sistema judicial, han puesto en duda el equilibrio institucional, y eso puede influir en decisiones de inversión, especialmente en sectores regulados. En economía, la certidumbre jurídica no es “tema de juristas”: es el precio del dinero.

Y el séptimo reto es el que une todo lo anterior: la obsesión por el gasto clientelar en un país que no crece lo suficiente para sostenerlo sin consecuencias. No se trata de discutir si ayudar es correcto (lo es), sino de entender que el desarrollo no se compra con transferencias eternas. Sin crecimiento y sin inversión productiva, la factura llega: más deuda, más presión fiscal, más recortes a lo que sí construye futuro, y más discurso para justificarlo. 2026 puede ser el año en que esa factura empiece a sentirse con más fuerza, porque el margen fiscal se estrecha justo cuando el entorno externo se vuelve más incierto.

Así que el reto de México en 2026 no es “aguantar”. Es recuperar confianza, atraer inversión nueva, navegar el T-MEC con inteligencia, ordenar el frente fiscal sin convertir la recaudación en garrote, y dejar de tratar la economía como si fuera una campaña permanente. Suena básico, pero en este país lo básico se volvió revolucionario.

Así, así los tiempos estelares del segundo piso, de la transformación de cuarta.

✒️ El apunte incómodo:

El documental “Soy un hombre de fe y convicciones” no es cultura: es señal de dependencia. Cuando un movimiento necesita mantener al diosito macuspano presente —aunque sea en versión altar audiovisual— lo que se exhibe no es fortaleza, es miedo a la orfandad política. La élite morenista no solo lo invoca: lo pontifica, porque sin él se les complica la disciplina interna y se les desordenan las lealtades rumbo a lo que viene electoralmente. Y el detalle que convierte el asunto en una burla para el contribuyente es el financiamiento: si esa canonización se paga con recursos públicos, no es documental, es propaganda con cargo al presupuesto. El nuevo morador de Palenque ya no firma decretos, pero sigue funcionando como amuleto del control. Y cuando un proyecto necesita amuletos, el problema no es de fe: es de resultados.

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