Cada vez más adolescentes en la Ciudad de México viven relaciones de pareja donde el cariño y la violencia se entremezclan. Algunas lo llaman “problemas normales de noviazgo”, otras lo viven en silencio por vergüenza o miedo a que sus padres “no las entiendan”. Sin embargo, lo que comienza con celos, control o burlas puede escalar hacia el maltrato psicológico, físico o sexual.
Como madres, padres y educadores, no basta con preocuparnos: necesitamos comprender qué hace vulnerable a una adolescente ante la violencia de pareja para poder acompañarla desde el amor, no desde el juicio.
Primero tengamos en cuenta que la adolescencia es una etapa de transición emocional. Las y los jóvenes están aprendiendo quiénes son, cómo amar y cómo ser amados. Por eso, en el enamoramiento muchas veces confunden intensidad con amor o control con interés.
La falta de experiencia y la inmadurez emocional les dificulta poner límites o reconocer los primeros signos de violencia. Si a esto sumamos la presión social por “tener pareja” o el miedo a quedarse solas, hacen que muchas chicas toleren conductas inaceptables con tal de no perder el vínculo.
Además es probable que desde pequeñas, nuestras hijas hayan escuchado frases como: “El amor todo lo soporta.” “Quien bien te quiere te hace llorar.” “Tú puedes cambiarlo.”
Estos mensajes, tan comunes en canciones, películas y redes sociales, enseñan que amar es aguantar, complacer y callar. Idealizan al chico “difícil” o “herido”, mientras se desvaloriza al que trata bien y con respeto. Es el mito de La Bella y la Bestia reeditado: la idea de que “si lo amas lo suficiente, él cambiará”.
En esta narrativa, los celos se vuelven una prueba de amor y el control, una forma de protección. Pero la verdad es que los celos y el control no son amor, sino miedo y posesión. Y cuando una joven crece creyendo que el amor implica sacrificio, puede tolerar y confundir el maltrato con entrega emocional.
Existen además factores que aumentan la vulnerabilidad y el riesgo de padecer violencia, como vivir con problemas de salud física o mental, vivir con discapacidad, experiencias de acoso escolar o callejero, el consumo de sustancias, tener una historia de abuso sexual o violencia familiar, y la necesidad de escapar de un entorno familiar conflictivo.
En estos casos, la relación violenta puede parecer una “salida”, una fuente de afecto y validación, aunque en realidad perpetúe el daño emocional.
Una vez dentro de una relación violenta, se activan mecanismos emocionales que hacen difícil salir: el ciclo de la violencia, que después del maltrato viene un falso arrepentimiento y la promesa de cambio que refuerza el vínculo con el agresor, y esa alternancia entre maltrato y afecto genera confusión emocional, el miedo se mezcla con deseo y la joven cree que haga lo que haga, simplemente no puede dejarlo. La excitación que genera el peligro puede confundirse con pasión, y la esperanza de “que todo mejore” mantiene el ciclo activo.
Qué hacer como madres, padres o educadores
- Prioriza la seguridad: Si sospechas que una joven vive violencia, no la confrontes con enojo ni la culpes. Ayúdala a sentirse segura antes que nada y busquen al especialista, psicóloga escolar, asociación, instituto o línea de atención a la violencia que les pueda orientar.
- Escuchala sin juzgar: Frases como “¿qué haces ahí, por qué no lo dejas?” solo generan más culpa. Mejor decir: “Mereces que te traten con dignidad.” “Estoy aquí para ayudarte porque te amo.”
- Fortalece su autoestima y autonomía: Las adolescentes necesitan sentirse valiosas por quienes son, no por quién las elige. Celebra sus cualidades y logros, bájale a la crítica de sus errores y malas actitudes. Aprendan en familia a reconocer emociones y poner límites. Motívala a estar en espacios que favorezcan su autoconocimiento, amor propio y socialización sana.
La violencia en el noviazgo no comienza con un golpe: comienza con un comentario humillante, una revisión del celular, una culpa disfrazada de amor. Pero el amor no es aguantar ni se demuestra haciendo sufrir. Proteger a nuestras hijas no significa controlarlas ni aislarlas del mundo. Significa educarlas para amar con dignidad, respeto, conciencia y responsabilidad de su autocuidado, salud mental y bienestar emocional.









