12 de noviembre de 2025
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OPINIÓN

Tecnologías emergentes y bioética: entre la fascinación y la responsabilidad

La bioética es hoy más necesaria que nunca: el avance tecnológico debe orientarse al bien común, no a sustituir la responsabilidad ni la dignidad humana.

En los últimos años, el avance acelerado de la inteligencia artificial, la biotecnología o la realidad aumentada ha transformado profundamente la forma en que comprendemos el mundo y producimos conocimiento. Sin embargo, como bien recuerda el papa Francisco en su Mensaje para la 57ª Jornada Mundial de la Paz (2024), la ciencia “no es neutral”: cada innovación refleja los valores, las prioridades y las estructuras de poder de la sociedad que la genera. Pensar la tecnología como un instrumento puramente técnico, despojado de implicaciones morales, es desconocer que toda creación humana lleva la huella de sus motivaciones. Así, el desarrollo tecnológico no puede quedar al margen del juicio ético, porque implica decisiones sobre lo que consideramos valioso, justo o deseable.

Esta toma de conciencia resulta crucial en la era de las llamadas tecnologías emergentes —como la inteligencia artificial, el internet de las cosas o la computación cuántica—, las cuales buscan optimizar y acelerar procesos del conocimiento, pero carecen aún de un examen ético maduro. La bioética, en este contexto, se vuelve una brújula indispensable para orientar el uso responsable de estas herramientas y prevenir que el entusiasmo científico se imponga sobre la dignidad humana. Aquí entra en juego el principio de precaución, inspirado en el filósofo Hans Jonas y su “principio de responsabilidad” y que nos invit a que antes de actuar, debemos conocer, ponderar y prevenir los riesgos que nuestras innovaciones pueden acarrear para la vida humana y el ecosistema.

Entre las tecnologías emergentes, la inteligencia artificial (IA) representa el el más conocido desafío ético. En la investigación científica, su capacidad para procesar datos masivos y generar predicciones ha abierto horizontes insospechados; pero también ha introducido dilemas profundos. ¿Podemos delegar decisiones que afectan vidas humanas a sistemas que a menudo pueden estar programados con sesgos? ¿Quién es responsable cuando un algoritmo discrimina, margina o se equivoca? En el terreno de la bioética, estos interrogantes exigen repensar categorías tradicionales como libertad, responsabilidad y justicia, pues las máquinas carecen de intencionalidad moral, aunque actúen con consecuencias reales.

Enumero brevemente tres grandes desafíos derivados de estas tecnologías. El primero es el reduccionismo funcionalista, que mide el valor de la persona por su utilidad o rendimiento, confundiendo el ser con el tener. El segundo, la fascinación tecnológica, que nos seduce con la promesa de mundos virtuales y nos aleja de la realidad, fomentando aislamiento y dependencia. Y el tercero, la atribución de la responsabilidad, que se diluye en sistemas complejos donde nadie parece accountable. En todos los casos, el riesgo es el mismo: desdibujar la centralidad de la persona y sustituir la relación humana por procesos automatizados.

No se trata de adoptar una postura prohibicionista frente a la tecnología ni de rendirse a un optimismo ingenuo. Lo que se requiere es un realismo prudente, capaz de reconocer los beneficios innegables de la innovación sin ignorar sus costos humanos y sociales. La tarea de la bioética contemporánea consiste precisamente en ofrecer criterios de discernimiento para que el desarrollo científico permanezca al servicio de la persona, y no al revés. La inteligencia artificial y las demás tecnologías emergentes deben ser medios orientados al bien común, no fines que sustituyan la creatividad, la libertad o la responsabilidad humanas.

El siglo XXI no necesita menos tecnología, sino más humanidad en su diseño y aplicación. Comprender que el progreso técnico sólo tiene sentido si promueve la vida, la justicia y la dignidad es el primer paso para una auténtica cultura de la responsabilidad. Frente al vértigo de la innovación, la bioética se alza como una voz serena que recuerda: no todo lo posible es moralmente deseable, y sólo cuando la ciencia se pone al servicio del bien humano puede considerarse verdaderamente progreso.

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