Echemos la vista atrás un momento: tras el fatídico “crack del 29”, múltiples crisis han tenido lugar en el marco de la economía mundial: 1967, 1969-70, 1973-79, 1981-1983, 1990-1993, 1997, 2001, 2003… Y la que todos recordamos como más reciente, la crisis de 2008, la cual realmente no se he llegado a superar, explicándose así en gran parte la situación actual, agravada por supuesto por la pandemia.
Es decir, desde que se consolidó el capitalismo como modo de producción imperante, las crisis se han sucedido cada vez de forma más frecuente y con mayor intensidad. Esto, evidentemente, no es una casualidad ni responde a hechos exógenos como la localización geográfica, las instituciones, una mala gestión o los genes que hacen que los latinos seamos más vagos que los nórdicos. Al contrario, forma parte de las propias leyes del funcionamiento capitalista donde las crisis son doblemente necesarias: por un lado, porque se desvaloriza capital restaurándose así el crecimiento de las ganancias y, por otro lado, para reanudar la acumulación. De esta forma, las crisis generan una suerte de “saneamiento” de las condiciones de reproducción de la economía.
¿Y por qué ocurre esto? Como se acaba de señalar, el capitalismo se rige por unas leyes de las cuales no puede escapar y estas conducen necesariamente a una tendencia a la baja de la tasa de ganancia, es decir, del beneficio empresarial. Esto por supuesto no está exento de polémica, en parte, porque al ser la economía mundial el ámbito de actuación del capital, las estadísticas nacionales con las que se cuentan hoy en día dificultan dicha constatación empírica. Sin embargo, existen múltiples economistas que han realizado sendas investigaciones en las que puede constatarse empíricamente esta ley como Michael Roberts, Andrew Kliman o Duménil y Lévy.
Nos encontramos entonces ante una explicación muy potente a la hora de comprender la competencia entre empresas: quien no es competitivo se queda sin beneficio, sin ganancias; es expulsado del mercado. Pero, además, esas ganancias tienden a disminuir a largo plazo por lo que la intensidad de la competencia aumenta.
Así, encajan mucho mejor algunas noticias como las que hemos escuchado recientemente sobre el protagonismo que ha ostentado el macro proyecto de inversión chino promovido por un gobierno socialdemócrata en las tierras raras de Groenlandia durante sus últimas elecciones. Tierras que, anteriormente, habían intentado ser compradas por el expresidente Donald Trump en el año 2014. O el hecho de que Yibuti, el segundo país más pequeño del continente africano con 23.200 km2, además de albergar en su escasísimo y prácticamente improductivo territorio bases militares de grandes potencias como EEUU, Japón, Italia, Francia y China, sea un “campo de batalla” para las inversiones estadounidenses, chinas y sauditas por explotar hasta el último recurso minero que allí se encuentra; no siendo precisamente este un país con abundancia de dicha materia prima.
Quizás hablar sobre neocolonialismo no sea tan descabellado o quizá directamente habría que plantearse si el prefijo “neo” fue necesario añadirlo en algún momento. Porque, aunque cambie el cómo, la expansión para el capital no es una opción, sino una cuestión de supervivencia. Y los espacios para la rentabilidad se están agotando…