Las campañas electorales en México han dado inicio, marcando el preludio de lo que será la elección más numerosa en la historia de nuestro país. Este periodo representa un momento pivotal en el desarrollo de nuestra joven democracia, planteando interrogantes sobre las estrategias que serán adoptadas y los ideales que esperamos ver reflejados en el proceso electoral.
Un primer deseo es que encontremos mensajes propositivos, basados en proyectos sólidos de corto y mediano plazo, en los que el bien común tenga un sitio protagónico. Me encantaría que las ideas realmente tengan más valor que los ataques o que las puestas en escena –los shows– que sólo piensan en el rédito electoral.
En el ámbito sociocultural, somos testigos de un movimiento de deconstrucción que busca reinventar nuestras tradiciones desde cero, desligándose de nuestro legado histórico. Esta negación del pasado puede conducirnos, paradójicamente, a nuevas formas de restricción ideológica. Lo prudente es valorar y preservar los elementos positivos de nuestra herencia, construyendo sobre ellos para avanzar hacia un horizonte prometedor. El reto consiste en considerar el pasado sin dejar de mirar hacia un futuro más ilusionante… y mucho más allá de las urnas.
Las batallas políticas e ideológicas han dado pie a una confusión sobre conceptos clave: democracia, verdad, libertad, corrupción o justicia son términos desdibujados; se les ha despojado de su contenido y, por tanto, quedan frágiles ante nuevos planteamientos basados en agendas de grupos de poder. Es importante comprender los términos en sus principios esenciales para, entonces sí, criticar o construir nuevas propuestas.
Estamos acostumbrados a que las campañas se basen en los discursos de los candidatos. En lo que el político quiere decir. Sin embargo, conviene que quienes aspiran a cargos públicos no sólo sepan hablar, sino que sean aún mejores para escuchar. Para eso es “una sola la boca y dos las orejas”, sentencia la sabiduría popular.
En la misma línea, se trata de comprender los problemas de fondo y sus causas de raíz. Irónicamente, esa idea, que no es nueva, sí resultaría un planteamiento innovador. Ser realistas sin caer en el idealismo ni tampoco en el pesimismo existencial. Entender las particularidades locales al igual que las exigencias internacionales.
Si las campañas poseen un talante destructivo, tienden a hundir a los pueblos en el desaliento y, por tanto, a generar un círculo perverso, una dictadura invisible de intereses ocultos, como recordaba recientemente el papa Francisco.
Los candidatos suelen dirigirse a sus públicos objetivos. Es comprensible esta estrategia mercadológica. Sin embargo, si la mayoría los favorece, deben gobernar para todos. Especialmente necesario en una democracia es atender la pluralidad, los puntos válidos en el gran marco de tonalidades grises, alejadas de las polaridades que advierten el mundo sólo en blanco o negro.
Es fundamental respetar la dignidad de todos, enfocando discursos y políticas públicas no sólo en los problemas como entidades abstractas, sino en las personas afectadas por ellos. Este enfoque humaniza los temas de pobreza, inseguridad y salud, promoviendo soluciones que atiendan a las necesidades reales de los afectados. De la otra manera, hablar de los grandes problemas que nos aquejan como mecanismos para capitalizar votos, puede parecer instrumentalización. Lo que tendría que prevalecer es la sincera y genuina convicción de ayudar a quien verdaderamente lo necesita.
Finalmente, me gustaría ver en los candidatos la ilusión de servir más que las ansias de poder. Y, en lo que se refiere al electorado, evitar la tentación de arrojar todos los problemas sobre quienes gobiernan. Los ciudadanos hemos de ser capaces de generar mecanismos y alternativas donde todos coadyuvamos al anhelado bien común.