
María Fernanda Rubio Ruiz
Economista y especialista en investigación económica y social, con experiencia en embajadas y enfoque en desarrollo nacional.
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El cese al fuego entre Hamás e Israel parece, en su esencia, un respiro sutil, la calma en medio de la tormenta. El acuerdo, que ha liberado a los primeros rehenes y prisioneros, se ha anunciado con la solemnidad de una promesa, aunque sus bases tiemblen como arena movediza. Ambos, con sus calles de escombros y sus cielos cargados de humo, sueñan con la reconstrucción. Pero, ¿se puede reconstruir una ciudad cuando los corazones de quienes la habitan permanecen rotos, vacíos?
Las niñas y niños que hoy juegan entre esas mismas ruinas ven el mundo con un pesar distinto. Sus ojos no distinguen fronteras; sino que son obligados a aprenderlas. Se les enseña a odiar antes de amar, a temer antes de confiar. Les arrebatan la infancia y la reemplazan con ideologías que cargan un peso insostenible. Y así, generación tras generación, el rencor y la división se convierten en herencias, cadenas que no encuentran ruptura ni liberación.
Ambos lados del conflicto se alimentan de historias de enemistad: relatos donde el otro se presenta incontables veces como el villano, donde la justicia se mide por el sufrimiento infligido a quien consideramos distinto. Pero, cuando una bala atraviesa el aire, no distingue religiones, ideologías ni banderas. Solo deja vacío, llanto y silencio. Deja, sin importar el pasar de los años, una herida imposible de sanar.
Este acuerdo de paz, como tantos antes, nace en oficinas lejos del polvo y la sangre, diseñado por quienes no sentirán el sufrimiento en la piel. Políticos que dibujan fronteras con tinta, mientras las familias cargan cicatrices que jamás se borrarán.
El peor de los casos es, querido lector, que el odio no es exclusivo de esas tierras lejanas. Lo encontramos en nuestras calles, en nuestras palabras, en los insultos lanzados al vecino que parece diferente. Lo vemos en cómo se celebra la muerte del enemigo y se llora la del aliado. Como si el valor de una vida dependiera del lado de la frontera en que se pierde.
¿No debería cada muerte doler como propia? ¿No deberíamos empatizar con el dolor de una madre que pierde un hijo, de un hijo que queda huérfano o de una familia que queda por siempre incompleta?
No se trata exclusivamente de juzgar a los extremistas que siembran terror y miedo. Se trata de mirar a las y los inocentes, a quienes viven con miedo, a quienes ven sus vidas
reducidas a estadísticas. ¿No merecen ellos una paz que no sea un “tal vez”, sino un grito firme y contundente de esperanza? Una paz que no dependa de intereses políticos, sino de humanidad, empatía y amor.
Porque mientras sigamos enseñando a las nuevas generaciones a odiar en vez de amar, mientras sigamos creando narrativas que dividen y alimentan resentimientos, la paz será siempre un espejismo. Un cristal a punto de romperse.
Nos hemos vuelto incapaces de vernos como una sola humanidad. La intolerancia nos ciega, nos destruye desde adentro, y mientras sigamos así, no habrá tregua que nos salve.
Que este no sea otro acuerdo destinado al olvido. Que podamos, al menos una vez, dejar de lado las banderas y abrazarnos como lo que somos: humanos. Porque al final, no hay victoria en la guerra, solo pérdida. Y cada pérdida, sea del lado que sea, debería dolernos como propia.
¿No es ese el verdadero significado de la paz?
Recordemos que el odio se hereda como una cicatriz invisible e incurable, pero también el amor puede sembrarse como una luz eterna y permanente.