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* En colaboración con Jaime Tbeili Palti
En La sociedad del rendimiento, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han ofrece un diagnóstico inquietante: hemos pasado de ser sujetos obedientes, dominados por el deber y la prohibición, a convertirnos en sujetos de rendimiento, atrapados en la ilusión de la libertad y la autoexigencia. Hoy ya no nos domina un poder externo que dice “debes”, sino una voz interior que susurra “puedes”. Esta transición ha traído consigo una forma sofisticada de violencia: la autoexplotación. Y una de sus manifestaciones más eficaces y sutiles es el positivismo tóxico.
El discurso del “todo va a estar bien” y “tú controlas tu destino” se presenta como empoderador, pero en realidad oculta una lógica despiadada: si todo depende de tu actitud, entonces el sufrimiento, el fracaso o la tristeza son señales de debilidad individual. En lugar de ofrecer consuelo, la positividad se convierte en un mandato. Ya no se puede estar mal, ni detenerse, ni mostrar vulnerabilidad. El malestar ha dejado de ser legítimo; ahora es un error que debe corregirse rápido y en silencio.
Este clima emocional no es inocente. Como advierte Han, el sujeto contemporáneo ya no necesita ser reprimido: se explota a sí mismo creyendo que se realiza. El imperativo de la felicidad constante, del rendimiento emocional, encierra a las personas en una competencia permanente consigo mismas. Se exige no solo productividad laboral, sino también entusiasmo, resiliencia, gratitud, incluso en medio del agotamiento o la tristeza.
El positivismo tóxico, lejos de aliviar, aísla. Si todo es cuestión de actitud, ¿quién se atreve a decir que no puede más? ¿A quién se le permite estar triste sin ser juzgado como débil o negativo? Esta presión constante por mostrarse bien desconecta a los individuos de su humanidad más elemental: la que acepta el dolor como parte inevitable de la vida. La que no huye de la herida, sino que la nombra.
Reaprender a habitar el malestar, a detenerse, a aceptar el límite, es una forma urgente de resistencia. No contra el pesimismo o el deseo de mejora, sino contra un modelo de vida que niega todo aquello que no sea útil, funcional o luminoso. La verdadera salud emocional no consiste en evitar el dolor, sino en darle sentido, en integrarlo, en no convertirlo en vergüenza.
Quizás el acto más revolucionario hoy no sea pensar positivo, sino atreverse a decir: “no estoy bien” y encontrar en esa verdad compartida un espacio de humanidad que no se rinde al mandato de rendir