Claudia Sheinbaum llegó a la presidencia con la promesa de imprimirle su propio sello al gobierno, pero en lo que respecta a las conferencias matutinas, el famoso ritual heredado de López Obrador, parece que optó más por la continuidad que por la innovación. Las mañaneras, que en teoría deberían ser un ejercicio de transparencia y rendición de cuentas, han seguido funcionando como un espacio de propaganda y control político, sin cumplir con la esencia del accountability.
La rendición de cuentas no se agota en informar; implica tres elementos fundamentales: brindar datos verificables, abrir la puerta a un escrutinio real y asumir consecuencias cuando las decisiones públicas resultan equivocadas. Bajo esta óptica, las mañaneras de Sheinbaum repiten los vicios de su antecesor.
En primer lugar, la información que se presenta sigue siendo selectiva. Se privilegia lo positivo y se maquilla lo negativo. Los reportes sobre programas sociales, obras de infraestructura o seguridad tienden a destacar logros sin reconocer con la misma claridad los problemas. Si bien Sheinbaum se distingue por un estilo menos confrontativo y más técnico que el de López Obrador, la lógica es la misma: exponer cifras oficiales sin permitir que se sometan a un contraste riguroso con datos independientes.
En segundo lugar, el formato de diálogo con los medios continúa siendo limitado. Los periodistas críticos enfrentan la misma barrera que en el sexenio anterior: sus preguntas son evadidas, desestimadas o respondidas con rodeos. La selección de quién pregunta y quién no sigue dependiendo de criterios políticos, lo que resta pluralidad y convierte a las conferencias en un espacio cuidadosamente administrado. Al final, lo que debería ser un foro de confrontación entre el poder y la prensa se reduce a una dinámica controlada, donde la presidenta conserva la última palabra sin mayores contrapesos.
El tercer punto, y quizá el más preocupante, es la ausencia de consecuencias. Incluso cuando se señalan inconsistencias, omisiones o errores de política pública, la mañanera no genera mecanismos de corrección. Sheinbaum puede explicar o matizar decisiones, pero no existe un vínculo institucional entre lo que se denuncia en esas conferencias y un proceso de sanción o enmienda. La conferencia termina y el ciclo informativo se cierra sin cambios sustantivos.
En ese sentido, las mañaneras de Sheinbaum, lejos de convertirse en un espacio renovado de transparencia, representan la continuidad de una estrategia comunicativa que refuerza el poder presidencial más que abrirlo a la vigilancia ciudadana. Funcionan como un altavoz para fijar agenda, marcar prioridades y controlar la narrativa pública, pero no como un mecanismo democrático de rendición de cuentas.
La presidenta podría aprovechar su estilo más técnico y su formación académica para transformar estas conferencias en auténticos ejercicios de diálogo con la sociedad: con datos abiertos, prensa crítica y disposición a rectificar cuando sea necesario. De lo contrario, su gobierno corre el riesgo de repetir la misma paradoja que el de López Obrador: una comunicación masiva y cotidiana que, aunque omnipresente, termina opacando la verdadera esencia del accountability.








