El cierre del gobierno de Estados Unidos alcanzó ayer su tercera semana, sin que se vislumbre un acuerdo que permita reactivar el aparato estatal ni mitigar su daño social y económico. Ante el estancamiento en el Congreso y la negativa de los demócratas a aceptar las condiciones republicanas, el presidente Donald Trump ha usado la presión mediante amenazas de despidos masivos contra trabajadores federales para forzar una negociación. Hasta ahora, cientos de miles de empleados ya han sido puestos en licencia forzosa, lo que agrava la crisis social.
El presidente de la Cámara, Mike Johnson, advirtió que este cierre podría superar la duración de cualquier otro en la historia reciente, al anunciar que no negociará mientras los demócratas persistan en sus demandas de ampliar subsidios de salud. Bajo esa lógica, no solo se paralizan funciones públicas: también se busca reducir permanentemente la burocracia gubernamental. Aunque los servicios esenciales como defensa, control aéreo o programas sociales obligatorios continúan operando, muchas agencias han suspendido personal “no esencial”.
Se calcula que unos 750,000 empleados federales enfrentan suspensión de sus sueldos diarios, con un costo estimado de hasta USD 1,000 millones por semana para la economía nacional. Las bolsas han reaccionado con cautela: pese a la tensión política y la falta de datos económicos recientes, el impacto en los mercados ha sido moderado hasta ahora. Pero si la paralización se prolonga, la incertidumbre podría minar la confianza inversora y erosionar la estabilidad financiera.
La crisis presupuestaria exhibe la fragilidad del sistema político estadounidense y el riesgo de que el bloqueo partidista se convierta en herramienta para recortes estructurales. Hasta ahora, los discursos reemplazan a los acuerdos y las amenazas léntamente socavan la gobernabilidad.