Michelle Bermúdez Betancourt

No es la primera vez que escribo entorno a este tema y, desafortunadamente, dado el rumbo que ha tomado la narrativa discursiva de nuestro gobierno es muy probable que tampoco sea la última. A diferencia de las ocasiones pasadas, hoy me gustaría que centráramos toda nuestra atención en aquel pequeño detalle, que ha resaltado ya en escritos pasados, pero que jamás ha sido profundamente reflexionado: la idealización de la democracia.
Podríamos pensar que cualquier cosa que tenga que ver con la forma en la que pensamos o concebimos una idea, no es en realidad un asunto de gran relevancia o impacto dado que una idea no transmitida se queda encarcelada en nosotros mismos sin beneficiar ni perjudicar a otros; sin embargo, eso no es necesariamente cierto. En realidad, todo lo que pensamos y la forma en la que concebimos nuestro entorno, moldea y determina en todo momento nuestra forma de actuar y toma de decisiones, de tal manera que, aunque no compartamos de manera verbal o explícita nuestro pensar con respecto a un tema, lo terminamos transmitiendo a través de nuestras elecciones e inclinaciones.
A lo anterior, vale la pena agregar un elemento más: la esperanza. Ésta es, en realidad, una de las mejores cualidades que pueden existir en el ser humano. Es una herramienta que nos impulsa a seguir adelante, que nos mantiene concentrados y animados; sin embargo, una esperanza desesperada puede, en ocasiones, guiarnos hacia una falsa ilusión con tal de sentirse atendida y ubicada.
¿Por qué es esto relevante? La mayoría de los discursos políticos buscan apelar y generar esperanza de manera simultánea, siendo la implementación del concepto de democracia idealizada una de las mejores formas de alcanzarla. Esto se debe a la utopía de participación y promesa de estabilidad que acompañan dicho concepto. A pesar de que muchas veces creemos que ese tipo de cosas impactan más en los demás que en nosotros mismos, todos y todas en algún momento nos hemos visto influenciados por la idealización de la democracia.
La democracia es, sin duda alguna, la mejor forma de gobierno que la humanidad ha presenciado en cuanto a libertad y participación se refiere. Así mismo, es la forma de gobierno que nos ha permitido un balance de poder a través de la temporalidad de nuestros y nuestras gobernantes; sin embargo, es precisamente dicha característica la que hace de la democracia un instrumento sumamente delicado de tratar. Esto, debido a que debemos de comprender que justamente esa intención de alternancia en los gobiernos que tiene como propósito que un mal gobierno no lo sea eternamente funciona de manera idéntica a la inversa, de forma tal que un buen gobierno tampoco lo será para siempre necesariamente.
La idealización de la democracia es entonces, encontrarnos creyendo que la democracia, en cierto grado, es un sistema funcional por sí mismo. Esa ilusión genera que creamos que todas las decisiones de gobierno que se hagan “fieles” a los principios democráticos serán como consecuencia funcionales y óptimas, dejando de lado las variables que al poder conciernen (como lo es la alternancia del mismo). Es por ello que como ciudadanos y ciudadanas tenemos la gran responsabilidad de vigilar la división de funciones y no permitir que ningún poder se vea centralizado aún cuando eso parezca funcionar en determinado momento.
Es entonces que se necesita una constante introspección para ser objetivos con la democracia y sus debilidades, ya que actualmente existe una tendencia por parte de diversos funcionarios públicos a plantear reformas o propuestas que centralizan el poder, buscando distraer con un discurso de esperanza y un argumento de democracia “suprema” y perfecta.