Rodrigo Saval Pasquel
En los últimos días —o incluso décadas—, varias regiones del país han vivido situaciones de violencia a merced del crimen organizado. Incendios, bloqueos y asesinatos son cada vez más comunes —aunque no menos impactantes— para quienes habitamos este país. A su vez, se han propuesto múltiples estrategias para combatir la violencia, y nadie ha sido exitoso en detenerla, pero si la han controlado.
Para entender el origen del narcotráfico en nuestro país, debemos remontarnos a inicios del siglo pasado. Algunos autores sugieren que el narcotráfico en nuestro país inició cuando migrantes chinos llegaron al norte de México para apoyar en la construcción de vías de ferrocarril. Consigo trajeron el opio, droga que llevaba siglos siendo producida y consumida en Asia.
Al llegar a zonas fértiles como Sinaloa, Sonora y Durango, la amapola se dio de manera fácil, propiciando su cultivo. Paralelamente a este suceso, el estallido de la Primera y Segunda Guerras Mundiales con la participación de nuestro vecino del Norte —Estados Unidos— en ellas, dio a los agricultores un boom económico, puesto que esta flor es necesaria para la producción de morfina, y sobra decir que un ejército en combate requiere de cantidades industriales de la misma.
Al observar este fenómeno, las autoridades federales mexicanas decidieron intervenir y aprovechar el contexto para generar ingresos adicionales al país —y a sus bolsillos— y de manera ordenada y encubierta, generaron redes de producción, traslado y comercialización hacia nuestros aliados comerciales con la ayuda del poder del Estado y sus recursos.
Cuando tienes a tu alcance finanzas de Estado; el amparo de la ley y sus instituciones; y acceso a un ejército nacional profesional, es casi un hecho que nadie —en su sano juicio— intentará arrebatarte el negocio. Por lo mismo, las drogas fueron una mina de oro para la clase en el poder durante décadas, y su organización permitió que sucedieran de manera desapercibida puesto que de esta forma el narcotráfico no generaba violencia.
Sin embargo, hubo un momento en el que quienes trabajaban para el gobierno, se dieron cuenta que ellos podían recibir ganancias mayores si se revelaban ante sus empleadores. Para no hacer el cuento largo, lo anterior dio origen a los grupos que hoy controlan el tráfico ilegal de las drogas mediante el uso de la violencia y la fuerza extrajudicial.
En mi columna anterior titulada “Legalizar las drogas en México: una cuestión de enfoque”, hablo sobre el caso de Portugal y de Holanda. En ambos se buscó una legalización de casi todas las drogas lúdicas que ha llevado a la disminución de adicciones y de violencia, ya que su ahorro en seguridad ha sido reinvertido en salud ¿Por qué no hacerlo en México?
Aunque suene irónico, cuando se prohibió la venta, producción y consumo de alcohol en Estados Unidos, la gente no dejó de tomar. Pero, la violencia si aumentó, y miles de familias hicieron fortunas que a la fecha siguen vigentes gracias a la creación de mercados no regulados que permitieron disminuir la calidad del alcohol e incrementar su precio, generando márgenes altos de utilidad. Lo mismo pasa hoy en México.
Cuando prohíbes algo que tiene oferta y demanda en el mercado, lo único que generas es la creación de mercados negros y fortunas que no aportan nada al fisco. En un futuro cercano veo prácticamente imposible que se detenga el consumo de drogas en Estados Unidos. Por lo tanto me parecería lógico que el Estado Mexicano legalizara —y monopolizara— la producción y comercialización de drogas en un esfuerzo de pacificación social.
Si legalizamos las drogas, llevaríamos a la formalidad a miles —o millones— de empleos, atraeríamos inversión, y detendríamos la violencia que viene naturalmente acompañada de la ilegalidad. Y aunque las drogas representan un riesgo de salud, el ahorro en armas, seguridad y muerte, podría ser reinvertido en programas de información y rehabilitación. Pero habría que preguntarnos ¿a quién beneficia la ilegalidad?
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