La cultura entendida como lo que surge en un pueblo como hábitos de vida, costumbres, arraigos y desarraigos, modos lingüísticos, vivencias narradas y memorias compartidas nunca ha estado exenta de interpretaciones fanáticas que temen perder el control y ser cuestionadas. La cultura adquiere la fuerza de la cohesión social mientras el “divide y vencerás” no permee su interior pero tan pronto hay un elemento que permite cuestionar las ideas que se creían como paradigmas únicos y unívocos, las autoridades actúan con nerviosismo y son capaces de cometer atrocidades con tal de revertir, frenar o desaparecer ese elemento disruptor que las sacude y pone en entredicho sus supuestas verdades.
Desde la quema de libros de la Biblioteca de Alejandría hasta la quema de libros de BabelPlatz en la Alemania nazi en1933, las ideas que tienen la osadía de romper el orden social establecido y mostrar otros cómos de reordenamientos humanos son tomadas como amenazas que hay que combatir y sus autores enemigos acérrimos que necesariamente hay que vencer. Las cenizas no se leen y los muertos no hablan.
Así, la censura siempre ha estado presente como forma tiránica del monopolio de la verdad. En nuestros tiempos posmodernos, la exacerbación del relativismo, el emotivismo argumentativo y la fluidez de las ideas ha cedido paso a la cultura de la cancelación donde se trata de combatir todo aquello que represente real o potencialmente una amenaza a aquello que unos consideran como cierto y, peor aún, a aquello que si quiera se atreva a asomar vestigios de otra verdad.
Hoy en día, hay particularmente tres modos de cancelar: marginar a personas que no son consideradas como “normales” dentro del status quo tradicional y masivo, mismo que ha sido impuesto de forma arbitraria y que carece de sentido. Así, se cancelan personas con formas sutiles como es la exclusión de eventos, la evasión de invitaciones, la expulsión de grupos y redes sociales y lo más grave es que, en muchas ocasiones, el ostracismo no es explícito y la persona se entera que fue expulsada por terceros o porque deja de recibir las comunicaciones que antes recibía.
Una segunda forma de cancelación es apelar a las emociones heridas, es decir, hacer primar el sentimiento por encima del argumento, la emoción por encima de la razón y sustentar la incomodidad provocada en una supuesta ofensa que lastima lo suficiente como para generar una cerrazón hacia aquello o aquel que la originó. La fuerza de este tipo de cancelación recae en que la culpa siempre va a ser del otro; se evade la responsabilidad personal que llevaría a cuestionar qué fue lo que incomodó y por qué y a revalorar lo dado como sentado y, por el contrario, se apela al cuasi oprobio que viene de la osadía de haber si quiera mencionado algo que no “tocaba”.
La tercera forma de cancelación es la del diálogo. La palabra le fue dada al ser humano para entablar comunicación con los otros: transmitir una idea, corroborar que el significado dado es el correcto, corregir o reafirmar son acciones propias de un ser dialogante pero cuando se decide cerrar esa puerta y abrir la del discurso del odio en su lugar, no hay condiciones para que se de un buen intercambio de ideas que haga crecer a los interlocutores, simplemente cada uno se queda con su opinión sin importa si es o no verdadera. La actitud que no permite el diálogo termina siendo arrogante y su obstinación sólo conduce a la ceguera de los fanáticos.
Así, la cultura de la cancelación va tomando más espacios a medida que privilegiamos las ideas propias y damos cabida a las emociones y no al discernimiento ético como brújula de nuestro actuar. Quitar cerrojos, salir y procurar encuentros, reconocer que si bien nadie tiene la verdad pero todos tienen algo que aportar a ella, son actitudes que nos salvarán de sentirnos constantemente amenazados y decidir cancelar antes de escuchar.