OPINIÓN

El precio de la magnanimidad

...la magnanimidad no se limita al ámbito profesional; es una virtud que aplica también a lo familiar, a lo personal y, desde luego, a lo espiritual. Para ilustrarlo, les puse...

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Esta semana me dirigí a un grupo de universitarios para hablarles de la magnanimidad y la magnificencia. Como introducción, les mencioné la arquitectura de Roma, los trazos urbanos de París, la Sagrada Familia en Barcelona e, incluso, la monumentalidad de Amazon. Al mismo tiempo, mencioné el carácter incansable de personajes históricos como Alejandro Magno. Mi objetivo era animarlos a plantearse metas altas en sus vidas, por ejemplo, aspirar a una maestría en el extranjero o a un doctorado de primer nivel.

Aclaré que la magnanimidad no se limita al ámbito profesional; es una virtud que aplica también a lo familiar, a lo personal y, desde luego, a lo espiritual. Para ilustrarlo, les puse el ejemplo de cómo la libertad aparenta un trade off con el compromiso: a mayor compromiso, se diría que hay menos libertad. Sin embargo, les mostré que quien asume un compromiso amplio desarrolla más capacidades y, a la larga, cuenta con una gama mayor de alternativas a su alcance.

La parte más interesante llegó con sus comentarios y preguntas. Aunque les atraía la idea de fijarse objetivos ambiciosos, sus dudas giraban en torno a qué sacrificios valen realmente la pena, cuáles son los límites de esas metas elevadas y cómo armonizarlas con el equilibrio de vida. También se planteó si esa “ganancia de libertad” en el futuro justificaba acelerar el paso o, por el contrario, era preferible un ritmo más gradual.

Uno de ellos, por ejemplo, forma parte del equipo Case Competition, que representa a la Universidad en torneos mundiales. La experiencia ha sido muy enriquecedora y ha significado un gran aprendizaje, pero también ha supuesto sacrificar la mayoría de sus fines de semana, con menos tiempo para la familia y los amigos. Se preguntaba si debía continuar un año más o si era hora de replantearse la situación.

En ese momento, yo mismo comencé a cuestionarme: ¿dónde están esos límites? ¿En qué punto conviene admitir que tal vez no vale la pena seguir invirtiendo en cierta actividad porque el costo en otras áreas de la vida es demasiado alto?

Unas horas después, en una sesión impartida por un antiguo CEO de una empresa global, una alumna le preguntó si se arrepentía de algo. Él respondió que, quizá, habría deseado dedicar más tiempo a sus hijos. Naturalmente, las inquietudes del grupo no se hicieron esperar. Más tarde, otra alumna me consultó cómo saber si una meta difícil no corre el riesgo de volverse obsesión, una especie de terquedad que ya no justifica el esfuerzo frente a lo obtenido.

A lo largo de esos diálogos fuimos hilvanando posibles respuestas. Coincidimos en que, si el único motor es el ego, el límite es más evidente: no vale la pena un sacrificio desproporcionado. En esa línea, quienes persiguen un propósito superior a la autorreferencialidad suelen encontrar mayor aliento en momentos complicados y dotar de una perspectiva trascendente a las pruebas de la vida.

Quien sabe responder al “por qué” y al “para qué” de lo que hace no sólo encuentra más sentido en sus actividades, también halla fuentes de energía más sostenibles. Ese principio aplica a la idea de obtener un doctorado, trabajar en una empresa exigente o participar en un equipo de Case Competition. La magnanimidad, por tanto, tiene que ver con grandeza de espíritu basada en propósito y regulada por la prudencia.

En relación con la pregunta sobre el balance de vida, sobre cuánto conviene enfocarse en un aspecto a costa de otros, surgió el comentario de que no existe un equilibrio perfecto. Se trata, más bien, de un proceso dinámico: en ciertas etapas se privilegian algunos ámbitos —incluso en detrimento de otros—, pero luego es necesario reequilibrar, y así sucesivamente.

Al mismo tiempo, en un país con enormes desigualdades y comunidades azotadas por la delincuencia y el sufrimiento, es fundamental que las metas personales tengan un sentido social.

Entonces, ¿cómo saber hasta dónde poner límites o en qué momento cambiar prioridades? La respuesta que más me convenció fue que todo se responde con otra pregunta, siempre vigente: ¿Qué me conviene como persona y qué conviene al entorno que más valoro (familia, sociedad, etc.)? A partir de esa reflexión inmediata se pueden encontrar luces sobre cómo orientar nuestro tiempo y esfuerzo.

Me encanta conversar con universitarios. Sus inquietudes son auténticas, sus soluciones creativas. Sus temores son reales y sus aspiraciones, legítimas; igual que las de quienes estamos más entrados en años. Me gustó comprobar cómo, pese a sus altas metas, también buscan equilibrio y un sentido profundo en lo que hacen, al tiempo que se preocupan por quienes más lo necesitan.

Si bien entre todos nos acercamos a mejores respuestas, la incógnita sigue en el aire y todavía nos quedan dudas, tanto a ellos como a mí. Invito al lector a compartir sus ideas, sugerencias y comentarios para continuar enriqueciendo este apasionante tema.

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