Rodrigo Saval Pasquel
Desde que se decidió que en nuestro país habrían elecciones —ya sean amañadas o legítimas—, ha existido por parte de las y los contendientes la costumbre de buscar la forma más original de darse a conocer ante los votantes como candidata o candidato. Es por eso que cuando llega la temporada de campañas políticas, surgen incontables materiales que promocionan a partidos políticos o personas conocidos como utilitario. Pero ¿qué pasaría si prohibiéramos su uso?
Si el concepto de utilitarios te suena desconocido, la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales lo define como “aquellos [artículos promocionales] que contengan imágenes, signos, emblemas y expresiones que tengan por objeto difundir la imagen y propuestas del partido político, coalición o candidato que lo distribuye.”
También se puede ejemplificar fácilmente como aquella infame mochila del Verde; la camiseta del PRI que utiliza tu abuelita de pijama; y yo tampoco me deslindo, pues si te tocó conocerme cuando competí por una diputación en Miguel Hidalgo, tal vez tuviste la suerte de recibir un tortillero con mi cara. Ahora, si bien como lo menciona su nombre pueden ser “útiles” para la promoción y —en contadas ocasiones— para facilitar acciones cotidianas, pero ¿lo son para la democracia?
Cuando se compite como candidato, es un hecho que en múltiples ocasiones la gente te exigirá que les entregues utilitarios, y también te hará comentarios en los que se condiciona el sentido de su voto a favor de una candidatura o partido con base en la calidad o cantidad de utilitario que se entregue. Por lo mismo es indispensable reflexionar si la entrega de estos productos daña o no el fin último de una campaña electoral.
Generalmente, esto puede representar una ventaja significativa para quien tenga más recursos económicos, pues le permite adquirir y obsequiar una mayor cantidad de objetos con una mejor calidad. Y aunque se pueda argumentar que existen los topes de campaña para que la contienda sea “justa”, es común que haya candidaturas que no logran usar ni la mitad de la cantidad topada por el simple hecho de que no tienen acceso a las mismas oportunidades de financiamiento, mientras que otras los exceden ilegalmente y sin sanción alguna con el apoyo de presupuestos gubernamentales o ilícitos.
También es básico entender que detrás de la entrega de utilitarios existe una multimillonaria industria basada en el diseño, producción y distribución de los mismos, por lo que prohibirlos afectaría al ingreso de millones de mexicanas y mexicanos que han construido una dependencia salarial en torno a las campañas electorales.
De igual forma, si aceptamos como cierto el hecho de que el fin último de la democracia es buscar el bien común de todas las personas, se podría argumentar que estos beneficios se dan únicamente a un sector productivo en específico mientras que los demás sectores se pueden ver severamente afectados por las decisiones de personas que —como consecuencia de este sistema— llegaron al poder, y que quizás no son ni las más capaces para gobernar, ni las más íntegras.
Por lo tanto vale la pena valorar qué es más valioso para el país. Si el desarrollo económico de un sector en específico en el que además se promueve la creación de una herramienta de lavado de dinero y de desvío de recursos, o la intelectualización del sentido del voto mediante la presentación de candidaturas únicamente a través de propuestas, argumentos e ideas. Incluso en un escenario ideal, se debería de prohibir la promoción de la imagen y características físicas de aquella persona que busca gobernar.
No obstante, si entendemos la política como la herramienta que podría usar el “ser” para transformar el mundo a lo que “debería de ser”, la mezcla de intereses y dinero involucrados en las elecciones podrían imposibilitar fácticamente una iniciativa que si quiera se atreviera a proponer algo así. Pero vale la pena soñar que algún día convertiremos nuestra democracia en un sistema ideal.