Por María Fernanda Rubio Ruiz
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En el tejido desgarrado de nuestra sociedad, la pobreza se erige como un oscuro telón que oculta tragedias cotidianas. Nos enfrentamos a estadísticas que en la teoría deberían resonar como una llamada a la acción, pero que en la realidad no logran cautivar a un público ausente. ¿Cómo hemos llegado a ser testigos indiferentes de una realidad que devora sueños y despedaza esperanzas?
Las cifras, crueles y frías como el invierno, nos confrontan con un México en donde 46.8 millones de personas enfrentan la fatalidad de la pobreza. Esta sombra persistente también se adhiere a la existencia de 9.1 millones de personas en situación de pobreza extrema, mientras que más de la mitad de la niñas, niños y adolescentes padecen esta cruel realidad. El rezago educativo y las carencias en salud y seguridad social son los grilletes que atan los anhelos de la sociedad, una cadena que el gobierno parece incapaz de romper.
Resulta importante cuestionarnos si el gobierno realmente busca la fórmula para liberar a su gente de esta trampa, si la ineficacia de las políticas públicas es producto de la incompetencia o, quizás, si existe un interés oculto en mantener a la población vulnerable. ¿Es acaso más fácil gobernar una sociedad hambrienta y necesitada de ayuda? ¿Prefiere el gobierno tener a su ciudadanía en la ignorancia, atada por un sistema educativo inoperante?
No obstante, la situación se complica cuando reconocemos que este problema no se limita a la esfera gubernamental. Nos toca también a nosotros, como sociedad, confrontar nuestra propia indiferencia. ¿Cómo es posible que nos hayamos vuelto tan ciegos ante el sufrimiento que nos rodea? ¿Nos hemos desensibilizado al punto de ignorar a aquellos que luchan por su supervivencia diaria?
En nuestras prisas diarias, pasamos de largo sin mirar a los ojos de quienes sufren, sin cuestionarnos cuándo fue la última vez que saciaron su hambre. Hemos construido muros emocionales, mecanismos de defensa que nos impiden comprender completamente la magnitud de esta tragedia. Pero, ¿cuál es el costo de esta defensa? ¿Qué parte de nuestra humanidad sacrificamos al cerrar los ojos ante la realidad?
La desconexión se manifiesta en nuestra incapacidad para exigir un cambio. A pesar de conocer las cifras y ser conscientes de la realidad que nos rodea, nos contentamos con pasar por la vida como espectadores apáticos. ¿Cómo es posible que no levantemos la voz, que no exijamos al gobierno medidas concretas para aliviar estas carencias? Hemos erigido una barrera, una muralla, que nos aísla de la empatía, impidiéndonos sentir el sufrimiento ajeno.
La poesía de la acción y la solidaridad debe tejerse en cada rincón de nuestra sociedad, rompiendo la apatía que nos mantiene inmóviles ante la injusticia. En este escenario desafiante, donde la pobreza nos es presentada como una realidad cruda, la reflexión se convierte en el faro que ilumina el camino hacia la transformación. Solo cuando reconozcamos nuestra propia responsabilidad y nos comprometamos a actuar, podremos romper las cadenas que aprisionan a nuestro país. La poesía de la solidaridad y la compasión debe ser acompañada por una sinfonía de demandas a un gobierno que, hasta ahora, ha sido sordo a las necesidades de quienes más lo requieren. Solo así podremos vislumbrar el inicio de la sanación de esta cicatriz eterna que ha marcado a generaciones enteras.