Santiago García Álvarez
Doctor en Gobierno, profesor de Toma de Decisiones y Liderazgo, y actual rector del Campus México de la Universidad Panamericana.
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Los profesores universitarios, más aún en tiempos de inteligencia artificial y acceso fácil al conocimiento, deberíamos especializarnos en el arte de hacer florecer a las personas, respetando sus tiempos y con paciencia ante la realidad de que aquello puede crecer rápido o lento.
Si revisamos la misión de numerosas organizaciones, ya sean lucrativas o no, descubriremos que muchas comparten el propósito de mejorar la sociedad, buscar el bien común y contribuir a un mundo mejor. Si añadimos a esto las metas propias de las instituciones educativas, aparece como común denominador la aspiración de formar estudiantes comprometidos y personas íntegras, capaces de transformar positivamente su entorno.
Se trata de objetivos nobles que, sin embargo, no son fáciles de alcanzar. Más aún, son difíciles de medir. Evaluar si alguien posee los conocimientos necesarios en anatomía, cálculo o derecho civil es relativamente sencillo. Percibir si una persona tiene habilidades como la comunicación efectiva, la tolerancia a la frustración o el liderazgo es posible después de convivir con ella un tiempo razonable. Pero saber si alguien es una persona íntegra, si usará su trabajo para cambiar la sociedad de manera positiva o si tiene buenos y genuinos sentimientos parece, francamente, una tarea imposible.
La dificultad de “medir” aspectos profundos y esenciales puede ser descorazonadora para quienes nos dedicamos a la educación. A esto se suma una complicación adicional: la libertad personal. Una institución educativa puede enseñar ética, ofrecer cursos de humanidades, inculcar valores o promover acciones magnánimas. Pero, al final, dependerá completamente de la libertad de cada individuo decidir si desea incorporar esos aprendizajes a su vida profesional y personal.
Según Alejandro Llano, la lógica social suele regirse por la razón del mercado: oferta, beneficio, calidad y eficiencia. Por tanto, las relaciones suelen apoyarse en el interés, el rendimiento y la utilidad. Sin embargo, y aquí introduce el primer elemento que puede ayudarnos a resolver este enigma, la dinámica propia de las relaciones educativas no es la utilidad, sino la fecundidad, afirma el filósofo español.
Las instituciones educativas, entonces, no pueden garantizar un “producto terminado” en lo ético o humano. Ni siquiera en nuestras propias vidas, donde todos percibimos cierta fragilidad. Pero sí pueden crear entornos donde la siembra sea abundante, el terreno fértil y el ambiente propicio para el florecimiento.
En esa línea, leyendo Educar para la grandeza de José María Torralba, se amplían los horizontes para entender la importancia de construir esos climas o culturas educativas que favorecen la fecundidad. El filósofo recuerda que una de las tareas fundamentales de la universidad es procurar el florecimiento de los estudiantes y su contribución a la sociedad. Los profesores universitarios, más aún en tiempos de inteligencia artificial y acceso fácil al conocimiento, deberíamos especializarnos en el arte de hacer florecer a las personas, respetando sus tiempos y con paciencia ante la realidad de que aquello puede crecer rápido o lento.
Frente a esta misión de ayudar a los jóvenes a crecer y a facilitar su desarrollo, Torralba se pregunta: ¿estamos realmente preparados para hacerlo? Su respuesta es tan consoladora como iluminadora: “No lo sé. Y diría que esta incertidumbre es una buena señal. La vida y su florecimiento entrañan algo de misterio. Desconfiaría de alguien que dijera que sabe con total seguridad cómo lograrlo”. En efecto, en esta tarea de sembrar y de ser fecundos, los tiempos y ritmos no dependen de nosotros. “Que no veamos el resultado es un signo claro de que nos hallamos ya en el ámbito de la fecundidad. Esa modesta certeza debería llenarnos de esperanza”, concluye Torralba.