Cecilia González Michalak
Bruce Charles Chatwin nació en Yorkshire, Inglaterra, en 1940. Cuando apenas tenía 18 años, empezó a trabajar en la famosa casa de subastas Sotheby’s convirtiéndose en un experto examinador de arte impresionista. Su rigor lo llevó al puesto de director, y a tener un malestar en los ojos por forzar tanto la vista. Yendo a revisarse, el oftalmólogo le dijo que realmente sus ojos estaban bien pero que debería enfocarlos más al horizonte. Chatwin tomó al pie de la letra las palabras del doctor: decidió irse a Sudán a ver nuevos rumbos.
Ese pequeño viaje no sólo hizo que cambiara de profesión una primera vez, de ser director de Sotheby’s a iniciar una carrera en arqueología, sino que dejó a medio cursar sus nuevos estudios universitarios para dedicarse a escribir alrededor del mundo. Empezó a colaborar con el Sunday Times Magazine como asesor de arte y arquitectura, lo que le permitió viajar a Argelia, a Francia, a la antigua Unión Soviética y a China.
El gusanito de conocer nuevas tierras se le metió muy dentro del corazón. Cualquier excusa era un buen pretexto para zarpar: ver un mapa de Sudamérica en un salón de París, lo llevó a la Patagonia; el interés por el comercio de esclavos, lo transportó a Benín; el entendimiento del orígen del hombre, lo mandó a Australia, donde ahí escribiría el libro de esta semana: Los trazos de la canción.
En esta obra vuelca todas sus obsesiones y empieza a deshilar el impulso inexplicable que le alejaba de casa insistentemente para ir a tierras remotas, a veces peligrosas, a veces paradisíacas. Como una confesión antes de morir, ya que esta novela fue publicada dos años antes de su temprana muerte a los 48 años, Chatwin vierte todas las ideas que habían estado rondando en su cabeza desde su niñez.
Cuando llegó a Australia, hizo una conexión filosófica entre las costumbres aborígenes y su propia vida. En ambos casos, cada uno viaja de manera compulsiva con la necesidad de construir su cosmos a cada paso, pero sin saber qué les depara al final del trayecto. La nada, la salvación, la felicidad, las nuevas generaciones…
Para efectos literarios, Chatwin creó una narrativa en la que acompañaba en su viaje por tierras australianas a un personaje creado, Arkadi Volchov, quien tenía la misión de negociar con los aborígenes el trazado del ferrocarril que atravesaba sus territorios sagrados. Bajo su ala, pudo conocer el mundo sonoro de una sociedad de la que apenas se sabía en los años ochenta, y que hasta hoy, sigue siendo poco advertida.
La cosmogonía de los aborígenes australianos no empieza con el verbo, sino que con una canción. Cada antepasado recorrió la tierra dejando a su paso las notas musicales que se convertirían en vía de comunicación entre las tribus, como si la tierra fuese una gran partitura. Las canciones son la herencia de las nuevas generaciones, latentes en ellas. Los versos eran propiedades sobre el territorio, podían ser prestados entre ellos, pero nunca ser vendidos o desechados. Las canciones son la tierra; la tierra, los aborígenes. Si no pudiesen cantar, su paraíso terrenal se derrumbaría.
Este contacto le permitió a Chatwin hacer una correlación entre el pasado y el presente, entre el paraíso perdido y la situación humana actual. Las ciudades están saturadas de ruido constante; el bullicio de la vida, del tráfico, del día a día, nos hace elevar la voz para hacernos notar, pero rara vez nos tomamos un respiro para escuchar. Pero la metrópolis, el llamado progreso, llega a las comunidades indígenas, quienes, por censurar los sonidos de descriminación y ostracismo, apagan también su oído a las canciones de antaño para perderse en la deriva del alcohol.
Chatwin aborda en el libro la cuestión de los derechos políticos de los primeros habitantes de Australia con la de los colonos, buscando hacer una relación de los humanos con la tierra. La armonía de las canciones fue violada por la conquista guiada por el poder y la ambición, perdiendo la inocencia de lo “salvaje” y obligando a otros a acoplarse a la cacofonía de lo “civilizado”. Unos podemos tener las mismas inquietudes sobre las comunidades indígenas y los conquistadores, al fin y al cabo, esa historia se repitió también en los continentes americanos y africanos, pero lo cierto es que, a lo largo de los siglos minimizamos las opiniones de las víctimas reales. ¿Es empatía verdadera o nos preocupamos por el complejo salvador que tiene el hombre blanco?
Considerado su mejor libro, Los trazos de la canción es un itinerario con varias escalas: nos transporta a la autobiografía del autor, nos permite conocer una cultura lejana y poco divulgada, nos sumerge en las tinieblas del desasosiego, nos conduce a una serie de preguntas filosóficas sobre nuestra misma existencia y relación con el mundo y los demás. Es un ejemplar que permite una introspección que nos recuerda que a veces es mejor callar para escuchar, escuchar la historia de nuestros orígenes que empieza con la percusión de un corazón colectivo.